Capítulo II
*Nota: Esta narración NO ES de mi autoría*
Al principio éramos sólo amigos.
Pero un sábado fuimos al Teatro Municipal a ver “Coppelia” y a la salida, juntando difícilmente el dinero entre los dos, compramos un número de la Lotería.
La primera cosa que nos unió.
Me refiero al sueño, ya que después caminamos durante horas, hablando de lo que cada uno haría con su parte del premio: lo que daríamos a nuestros padres para que realizaran algunos de sus anhelos, nuestros viajes, las casas de formas modernas y con piscina, los automóviles, los yates y todo, mientras recorríamos la Avenida Seminario surcada de tranvías, hablando el uno y aprobando el otro, hasta que dijo que lo mejor, para que el premio cundiera mucho más, sería casarnos.
Reímos de la idea y no fue entonces cuando nació el amor.
La revelación se dejó caer otra tarde, un día viernes que nos habíamos encontrado en la “popular” del Marconi, donde por quince pesos veíamos todas las semanas tres películas, algunas buenas, otras malas. Recuerdo con absoluta nitidez que aquella tarde daban Cruel es mi Destino, es decir, una de las buenas, y que en el preciso momento en que John Garfield huía del reformatorio con Ann Sheridan, Lilian tomó mi mano, reposando sobre el muslo, la presionó nerviosamente y yo noté un escozor que me recorría el cuerpo y un corazón que latía con mayor violencia.
A partir de aquella vez, jamás nos perdimos película de John Garfield y debo confesar que con el correr de los años he llegado a sentir por él una especie de fijación sentimental... películas que ya no se dan, que pasaron de moda sin dejar mucha huella en la historia del cine. Los que hoy son adolescentes se reirían tal vez de aquel realismo sentimental. No se estilaba entonces la rebeldía sin causa, ese desenfreno en el vivir que el rubio James Dean puso en boga. Era otra rebeldía la de los pandilleros del East Side, más afincada en la realidad, más teñida también de un romanticismo que hoy no haría vibrar el corazón de una muchacha.
Se pensará que soy un mentiroso y que nada de lo que digo es cierto, si se repara en el detalle, por pequeño que sea, de que si Lilian era interna no podría haber ido al cine un día viernes. Debiera yo explayarme en largas disertaciones acerca de la organización y el orden que imperaban en el Jackson College, lo cual verdaderamente no me propongo.
Dúdese, pues, si se quiere, de mi palabra. Yo me limitaré a afirmar que en ese colegio ocurría eso y también cosas peores. Los internos podían salir y regresar a la hora que se les diese la gana, sin que a nadie pareciera importarle, o bien sin que nadie se tomase la molestia de impedirlo. Por ejemplo, Marcos, que tenía unos doce años, salía todas las tardes, iba al cine o al billar y regresaba cerca de la medianoche, trepando a su cuarto por el nogal, cuyas ramas desbordaban hacia el balcón.
El hecho es que desde aquella tarde nos hicimos inseparables.
Terminadas las clases, éramos capaces de caminar cuadras y cuadras que sumarían kilómetros de esas calles arboladas, con viejos chalets y buenas familias. Siempre he tenido especial afición por la caminata. Antes de Lilian, caminaba solo, recorría una y otra vez, durante tardes de meses, las angostas calzadas de los barrios viejos, entrando a menudo, impulsado por no sé qué morboso afán, en cada casona donde dijera en una ventana “se arriendan piezas”, a indagar – poreguntando el precio, mirando todas las caras que se cruzasen por algún cerrado pasillo, oliendo al acercarme a los comedores la cocinería barata, imaginando el desorden tras cada puerta, interrogando afanoso a la dueña solícita, viendo la única o las dos piezas disponibles y preguntando si no hay alguna con ventana a la calle -, a escudriñar los grandes salones, los cuartos de cinco metros de altura que pertenecían a un pasado ya perdido, los viejos palacios convertidos hoy en pensiones de mala muerte donde la vida se perfilaba sórdida. La caminata. De más niño, mi mamá se quejaba siempre de lo que gastaba en taco, en suela, con lo que valían los zapatos – “aplanacalles”, solía decirme con ternura -, cada día más caros. Y era cierto. Yo no era de trompo, ni de volantines, ni de bolitas, ni de fútbol en las bocacalles. Era un vago de caminata. Andaba y andaba sin rumbo, con las manos en los bolsillos y un poco gacho, como lo sigo haciendo; sólo que ahora sé por qué. Más tarde se temió un poco ya por mí. Si dejaba un día o dos de asistir a clases – cosa que siempre se sabía en la casa -, no era por el billar, ni por la piscina, ni por el paseo a Las Vertientes. Era por caminar. Siempre solo. Fumando. Ahora sé. Caminar es la vida en plenitud. Hacia donde sea, con los tacos limados en el pavimento y las suelas agujereadas ya, por horas, sin ninguna perspectiva, no esperando “llegar”, ni cruzarse con conocidos, ni cazar siquiera una mariposa en el camino, sin deudas por las cuales afligirse - ¿deudas de qué? -, sin grandes problemas que resolver. Solamente caminando... Lilian fue una buena compañera para mí.
Conversábamos con frenesí de todo y a todo le inyectábamos amor – aún podría reproducir intactas algunas de esas conversaciones y determinar bajo cuál árbol le dije tal frase o tras qué muro la besé cuántas veces -, el amor que entre nosotros iba creciendo rítmicamente antes de que llegáramos una tarde a mi casa sola, porque después de esa tarde el crecimiento de aquel amor dejó de ser rítmico y se tornó vertiginoso, violento, como un fuego atizado por la soledad que allí encontrábamos cada día, sumidos a oscuras en un sofá, poniendo siempre la misma música, la que llegó a ser nuestra música porque ya nunca podríamos separarla de esos momentos latentes y tensos en que fuimos descubriendo la vida.
Llegamos a ser una de esas parejas típicas. Se pensaba en nosotros no como en dos seres individuales sino como una unidad. Cada uno existía en términos del otro...
Los profesores eran infatigables para bromear, y algunos de nuestros compañeros nos miraban en silencio.
Comprendí que la deseaba con una violencia insospechada. Deseaba poseerla. No sólo su cuerpo, sino posesionarme como un demonio de ella, por completo, de su espíritu, de cada minuto de su pensamiento. Por eso, cuando le dio la gripe y tuve que dejar de verla, casi me volví loco. Silvia le llevaba durante los recreos mis cartas escritas en clases y volvía trayéndome sus respuestas. Nos amábamos, era la conclusión, nos extrañábamos con dolor. Hasta que al cuarto día recibí ese mensaje y tomé la torpe decisión de intentar primero el camino legal, que debiera haber supuesto vedado.
Subí con la cautela del caso y estaba sentado a la orilla de su cama, besándola por todos esos días, cuando Silvia, que espiaba afuera, entró alarmada, susurrando:
- ¡La vieja sube! ¡Viene subiendo!
Mrs. Conn venía subiendo y yo no tenía escapatoria. Un frío terror se apoderó de mi sangre y mientras más cerca escuché los pasos cansados y repercutidores de su gran humanidad, me fui paralogizando y no atiné a tomar la medida a la cual Silvia, con admirable sangre fría – después de todo ella no arriesgaba nada -, me estaba empujando.
Así, cuando la señora entró a la pieza, sólo halló a Lilian leyendo y a Silvia tejiendo tranquila a los pies de la cama. Yo, inmóvil como poste, sufriendo una intolerable comezón de cada célula de la piel, me encontraba bien oculto entre vestidos y abrigos y chalecos de lana, tras la cortina de tusor que de muro a muro y a los pies de la cama hacía las veces de ropero, con unos incontenibles deseos de toser, sujetándome firmemente la nariz para no dejar huir el estornudo que me comía.
- ¿Cómo se ha sentido, m’hijita? – la oí preguntar, adivinando para mi desconsuelo que la señora se instalaba en la silla.
- Un poco mejor, Mrs. Conn, gracias.
- Llamó tu mamá. Dijo que seguramente te vendrían a ver. ¿Estuvo ya el doctor Videla?
- Hoy no ha venido, Mrs. Conn...
Lilian demostraba un increíble autocontrol, mientras que yo, en mi oscuro calvario, apenas lograba tragarme la ira provocada por ese diálogo. ¡El “doctor” Videla! Por evitarse el gasto de un médico de veras, la vieja sucia no trepidaba en permitir que una de sus internas fuese atendida, gratuitamente desde luego, por uno de sus pensionistas, un estudiante de medicina a quien le corrían ya algunas anécdotas poco felices.
Permítaseme explicar que esta señora, debido a que el colegio era pequeño (en alumnado, me refiero) y la casa muy grande, arrendaba las piezas sobrantes en uno de los pabellones a jóvenes empleados o estudiante universitarios.
Videla era uno de esos pensionistas y se sabía a ciencia cierta lo de su abuso con Mariana, una de las de tercero, valiéndose de su calidad de médico, es decir, pasando por encima de toda ética, de una pobre muchacha inocente – que no sería tal vez tan pobre y que sin duda no era tan inocente – que una noche le solicitó sus servicios, instándolo a que le respondiese, tras un examen, si estaba o no desflorada y que, como toda respuesta, había escuchado “eso hay que verlo en la práctica”, y luego, sin escuchar más, porque de seguro nada más se dijo, había sido sometida a ese “examen” que ella tal vez creyó distinto, siendo esta vez sí desflorada si acaso verdaderamente no lo había sido antes.
¡Y a ese oscuro sujeto llamaba Mrs. Conn doctor, por evitarse un gasto que consideraba innecesario! ¡Y por él Lilian debía dejarse examinar! Acaso intentaría manosearla o acostarse con ella – me decía -, sintiendo hinchárseme las venas al imaginar la escena, cuando para mi fortuna, pues en seguida pude escabullirme, se escucharon por la ventana algunos gritos:
- ¡Señor De la Jara, señor De la Jara! – y luego, en el piso, la voz ronca de Floridor, el mozo, gritando sin dirección:
- ¡Señora, señora, parece que se está incendiando el pabellón de los internos!
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Al principio éramos sólo amigos.
Pero un sábado fuimos al Teatro Municipal a ver “Coppelia” y a la salida, juntando difícilmente el dinero entre los dos, compramos un número de la Lotería.
La primera cosa que nos unió.
Me refiero al sueño, ya que después caminamos durante horas, hablando de lo que cada uno haría con su parte del premio: lo que daríamos a nuestros padres para que realizaran algunos de sus anhelos, nuestros viajes, las casas de formas modernas y con piscina, los automóviles, los yates y todo, mientras recorríamos la Avenida Seminario surcada de tranvías, hablando el uno y aprobando el otro, hasta que dijo que lo mejor, para que el premio cundiera mucho más, sería casarnos.
Reímos de la idea y no fue entonces cuando nació el amor.
La revelación se dejó caer otra tarde, un día viernes que nos habíamos encontrado en la “popular” del Marconi, donde por quince pesos veíamos todas las semanas tres películas, algunas buenas, otras malas. Recuerdo con absoluta nitidez que aquella tarde daban Cruel es mi Destino, es decir, una de las buenas, y que en el preciso momento en que John Garfield huía del reformatorio con Ann Sheridan, Lilian tomó mi mano, reposando sobre el muslo, la presionó nerviosamente y yo noté un escozor que me recorría el cuerpo y un corazón que latía con mayor violencia.
A partir de aquella vez, jamás nos perdimos película de John Garfield y debo confesar que con el correr de los años he llegado a sentir por él una especie de fijación sentimental... películas que ya no se dan, que pasaron de moda sin dejar mucha huella en la historia del cine. Los que hoy son adolescentes se reirían tal vez de aquel realismo sentimental. No se estilaba entonces la rebeldía sin causa, ese desenfreno en el vivir que el rubio James Dean puso en boga. Era otra rebeldía la de los pandilleros del East Side, más afincada en la realidad, más teñida también de un romanticismo que hoy no haría vibrar el corazón de una muchacha.
Se pensará que soy un mentiroso y que nada de lo que digo es cierto, si se repara en el detalle, por pequeño que sea, de que si Lilian era interna no podría haber ido al cine un día viernes. Debiera yo explayarme en largas disertaciones acerca de la organización y el orden que imperaban en el Jackson College, lo cual verdaderamente no me propongo.
Dúdese, pues, si se quiere, de mi palabra. Yo me limitaré a afirmar que en ese colegio ocurría eso y también cosas peores. Los internos podían salir y regresar a la hora que se les diese la gana, sin que a nadie pareciera importarle, o bien sin que nadie se tomase la molestia de impedirlo. Por ejemplo, Marcos, que tenía unos doce años, salía todas las tardes, iba al cine o al billar y regresaba cerca de la medianoche, trepando a su cuarto por el nogal, cuyas ramas desbordaban hacia el balcón.
El hecho es que desde aquella tarde nos hicimos inseparables.
Terminadas las clases, éramos capaces de caminar cuadras y cuadras que sumarían kilómetros de esas calles arboladas, con viejos chalets y buenas familias. Siempre he tenido especial afición por la caminata. Antes de Lilian, caminaba solo, recorría una y otra vez, durante tardes de meses, las angostas calzadas de los barrios viejos, entrando a menudo, impulsado por no sé qué morboso afán, en cada casona donde dijera en una ventana “se arriendan piezas”, a indagar – poreguntando el precio, mirando todas las caras que se cruzasen por algún cerrado pasillo, oliendo al acercarme a los comedores la cocinería barata, imaginando el desorden tras cada puerta, interrogando afanoso a la dueña solícita, viendo la única o las dos piezas disponibles y preguntando si no hay alguna con ventana a la calle -, a escudriñar los grandes salones, los cuartos de cinco metros de altura que pertenecían a un pasado ya perdido, los viejos palacios convertidos hoy en pensiones de mala muerte donde la vida se perfilaba sórdida. La caminata. De más niño, mi mamá se quejaba siempre de lo que gastaba en taco, en suela, con lo que valían los zapatos – “aplanacalles”, solía decirme con ternura -, cada día más caros. Y era cierto. Yo no era de trompo, ni de volantines, ni de bolitas, ni de fútbol en las bocacalles. Era un vago de caminata. Andaba y andaba sin rumbo, con las manos en los bolsillos y un poco gacho, como lo sigo haciendo; sólo que ahora sé por qué. Más tarde se temió un poco ya por mí. Si dejaba un día o dos de asistir a clases – cosa que siempre se sabía en la casa -, no era por el billar, ni por la piscina, ni por el paseo a Las Vertientes. Era por caminar. Siempre solo. Fumando. Ahora sé. Caminar es la vida en plenitud. Hacia donde sea, con los tacos limados en el pavimento y las suelas agujereadas ya, por horas, sin ninguna perspectiva, no esperando “llegar”, ni cruzarse con conocidos, ni cazar siquiera una mariposa en el camino, sin deudas por las cuales afligirse - ¿deudas de qué? -, sin grandes problemas que resolver. Solamente caminando... Lilian fue una buena compañera para mí.
Conversábamos con frenesí de todo y a todo le inyectábamos amor – aún podría reproducir intactas algunas de esas conversaciones y determinar bajo cuál árbol le dije tal frase o tras qué muro la besé cuántas veces -, el amor que entre nosotros iba creciendo rítmicamente antes de que llegáramos una tarde a mi casa sola, porque después de esa tarde el crecimiento de aquel amor dejó de ser rítmico y se tornó vertiginoso, violento, como un fuego atizado por la soledad que allí encontrábamos cada día, sumidos a oscuras en un sofá, poniendo siempre la misma música, la que llegó a ser nuestra música porque ya nunca podríamos separarla de esos momentos latentes y tensos en que fuimos descubriendo la vida.
Llegamos a ser una de esas parejas típicas. Se pensaba en nosotros no como en dos seres individuales sino como una unidad. Cada uno existía en términos del otro...
Los profesores eran infatigables para bromear, y algunos de nuestros compañeros nos miraban en silencio.
Comprendí que la deseaba con una violencia insospechada. Deseaba poseerla. No sólo su cuerpo, sino posesionarme como un demonio de ella, por completo, de su espíritu, de cada minuto de su pensamiento. Por eso, cuando le dio la gripe y tuve que dejar de verla, casi me volví loco. Silvia le llevaba durante los recreos mis cartas escritas en clases y volvía trayéndome sus respuestas. Nos amábamos, era la conclusión, nos extrañábamos con dolor. Hasta que al cuarto día recibí ese mensaje y tomé la torpe decisión de intentar primero el camino legal, que debiera haber supuesto vedado.
Subí con la cautela del caso y estaba sentado a la orilla de su cama, besándola por todos esos días, cuando Silvia, que espiaba afuera, entró alarmada, susurrando:
- ¡La vieja sube! ¡Viene subiendo!
Mrs. Conn venía subiendo y yo no tenía escapatoria. Un frío terror se apoderó de mi sangre y mientras más cerca escuché los pasos cansados y repercutidores de su gran humanidad, me fui paralogizando y no atiné a tomar la medida a la cual Silvia, con admirable sangre fría – después de todo ella no arriesgaba nada -, me estaba empujando.
Así, cuando la señora entró a la pieza, sólo halló a Lilian leyendo y a Silvia tejiendo tranquila a los pies de la cama. Yo, inmóvil como poste, sufriendo una intolerable comezón de cada célula de la piel, me encontraba bien oculto entre vestidos y abrigos y chalecos de lana, tras la cortina de tusor que de muro a muro y a los pies de la cama hacía las veces de ropero, con unos incontenibles deseos de toser, sujetándome firmemente la nariz para no dejar huir el estornudo que me comía.
- ¿Cómo se ha sentido, m’hijita? – la oí preguntar, adivinando para mi desconsuelo que la señora se instalaba en la silla.
- Un poco mejor, Mrs. Conn, gracias.
- Llamó tu mamá. Dijo que seguramente te vendrían a ver. ¿Estuvo ya el doctor Videla?
- Hoy no ha venido, Mrs. Conn...
Lilian demostraba un increíble autocontrol, mientras que yo, en mi oscuro calvario, apenas lograba tragarme la ira provocada por ese diálogo. ¡El “doctor” Videla! Por evitarse el gasto de un médico de veras, la vieja sucia no trepidaba en permitir que una de sus internas fuese atendida, gratuitamente desde luego, por uno de sus pensionistas, un estudiante de medicina a quien le corrían ya algunas anécdotas poco felices.
Permítaseme explicar que esta señora, debido a que el colegio era pequeño (en alumnado, me refiero) y la casa muy grande, arrendaba las piezas sobrantes en uno de los pabellones a jóvenes empleados o estudiante universitarios.
Videla era uno de esos pensionistas y se sabía a ciencia cierta lo de su abuso con Mariana, una de las de tercero, valiéndose de su calidad de médico, es decir, pasando por encima de toda ética, de una pobre muchacha inocente – que no sería tal vez tan pobre y que sin duda no era tan inocente – que una noche le solicitó sus servicios, instándolo a que le respondiese, tras un examen, si estaba o no desflorada y que, como toda respuesta, había escuchado “eso hay que verlo en la práctica”, y luego, sin escuchar más, porque de seguro nada más se dijo, había sido sometida a ese “examen” que ella tal vez creyó distinto, siendo esta vez sí desflorada si acaso verdaderamente no lo había sido antes.
¡Y a ese oscuro sujeto llamaba Mrs. Conn doctor, por evitarse un gasto que consideraba innecesario! ¡Y por él Lilian debía dejarse examinar! Acaso intentaría manosearla o acostarse con ella – me decía -, sintiendo hinchárseme las venas al imaginar la escena, cuando para mi fortuna, pues en seguida pude escabullirme, se escucharon por la ventana algunos gritos:
- ¡Señor De la Jara, señor De la Jara! – y luego, en el piso, la voz ronca de Floridor, el mozo, gritando sin dirección:
- ¡Señora, señora, parece que se está incendiando el pabellón de los internos!
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