Capítulo VII
*Nota: Esta narración NO ES de mi autoría*
Varela nos parecía un profesor singular. A pesar de su juventud, era ya de los que “sabían mucho”. Moreno y bajo, delgado. A veces, durante algún paseo al cerro o a Las Vertientes, además de convidarnos un habano legítimo o de ganarnos algo de dinero al crap - Jorge Pereira jamás olvidaba los dados -, dinero que siempre intentaba devolver y que nosotros hacíamos lo posible por rechazar, nos hablaba del sur, de los lagos, de la lluvia, de su infancia en la pequeña escuela. También era un ser surgido de la nada. Como don Pedro. Como mi doctor. Un niño que caminaba tres kilómetros descalzo para llegar a la escuelita rural y que por felices circunstancias había continuado su educación hasta llegar a Santiago, al Pedagógico, donde se hallaba a punto de recibir el título y por el camino del verdadero éxito. Pero Varela no se jactaba de su trayectoria. Recordaba a sus compañeros de curso, descalzos como él y como él, caminantes de largas distancias, y tenía la honradez de preguntarse por qué otros a quienes no podía olvidar, otros que en clases habían sido mejores, más vivos, más inteligentes, seguirían allá abajo arreando bueyes, tumbando troncos, labrando alerces...
Con la expresión “saber mucho” creo que diferenciábamos a quienes, según nuestro juicio, debían estar allí enseñando de quienes no debían. Aunque a veces también ocurría que la frase iba acompañada de “pero no sabe enseñar”, como era el caso de Lorca, el de francés, o Perelman, el de química.
Varela sabía mucho. Pero algo más tarde comprendí que ese saber no era sólo el dominio de su ramo, de la materia que debía pasarnos, sino que era un saber bastante más profundo, un saber de la vida, un saber humano que se reflejaba directamente en su trato con las personas, con nosotros. De ahí que lo consideráramos el mejor profesor. Nos estaba enseñando cosas más importantes que el poema del Cid o las Coplas de Manrique. Y su saber consistía en enseñarnos esas cosas precisamente a través del Poema, a través de las Coplas. Los profesores discuten siempre y en más de una ocasión me ha tocado presenciar curiosos alegatos en que los programas escolares son puestos en tela de juicio. ¿Por qué enseñar materias tan añejas, autores tan desaparecidos como Berceo o el Arcipreste de Hita, que sólo sirven para aburrir al estudiante? ¿Por qué no quitarle tiempo a esa detestable literatura y dárselo con mayor generosidad a una enseñanza práctica del idioma? ¿Por qué no fijarse como meta que los alumnos terminen el liceo sabiendo hablar y también escribir correctamente su propia lengua? Es cierto que suele uno toparse con doctores o ingenieros incapaces de redactar bien un párrafo; es cierto que tras la investidura del título profesional a veces se esconde un deplorable “analfabetismo”, que buenos arquitectos, fuera de su ramo, no son más que absolutas nulidades. ¿Por qué entonces no dedicarle más a la gramática?... Cuando escucho a algún profesor sustentar estas teorías, me da pena. Que busque, le diría, a cualquiera de los que fueron alumnos de Varela, donde se halle, donde lo encuentre, a ver si no sabe hacer un párrafo o expresarse con propiedad. Y a ver si no lo aprendió justamente a través de aquellos “añejos” y “olvidados” que fueron creando nuestro idioma. Que un doctor se lea el Quijote y niegue después que le salen mejores los informes... Varela era el profesor amigo, aquello en quien se podía confiar a ojos cerrados cualquier problema, por ajeno que fuera a los asuntos escolares. Era quizás el que más se acercaba a ser un formador. El que iba hacia maestro.
Sin embargo, como todos los humanos, tenía sus defectos. La grandeza sólo lo pillaba de buenas.
Era violento. Y a veces – quién sabe qué problemas se ocultaban tras sus incomprensibles actitudes – permitía que un mínimo detalle le volteara el humor y se tornaba hosco, acaso amargo. Era entonces cuando podía cometer errores, cuando podía herir, cuando se le asomaba el lado malo.
Una mañana sombría, de esas mañanas frecuentes antes de que se defina la primavera, cometí la torpeza de decir alguna impertinencia acerca de su rostro sin afeitar. Me respondió y yo insistí con una impertinencia mayor, haciéndome de inmediato acreedor a un severo castigo: debía copiar quinientas veces la frase: “Cuando asisto a clases de castellano y, en general, siempre, tanto en el colegio como fuera de él, debo recordar que soy una persona responsable y, por lo tanto, comportarme como un hombre y nunca como un idiota, cual ocurrió la mañana del 24 de septiembre”. ¡Quinientas veces! una frase que me ocupaba media hoja de cuaderno.
- Quinientas veces. Plazo, hasta el primero de octubre. Si no cumples, tendrás un “uno” para el bimestre. – fue su advertencia después que terminó de dictarme.
Mis compañeros debieron tragarse la risa, temiendo que si manifestaban su regocijo pudiera tocarles un castigo similar.
Aquella misma tarde comencé. No habría llegado aún a la cuarta vez de escribir la frase cuando decidí que el “uno” constituía un castigo harto más suave. Arranqué las dos hojas del cuaderno y salí a la calle, gozando de una inconfundible sensación de libertad. Es la sensación que siempre me ha proporcionado la calle, la caminata. O la vagancia. Una sensación de mundo abierto, sin fronteras, de totalidad. Los múltiples olores corrientes y vulgares que de sobra conocemos, y también los ocultos, los secretos, los que acechan para transportar a épocas lejanas de las que ni conservamos el recuerdo, sabiendo sin embargo haberlas vivido, que nos hacen detener los pasos frente a cualquier parte muy de súbito porque de allí viene, de allí sale o por allí atraviesa el olor que puede ser a estiércol, a fritangas, a perfumes, respirar luego hondo dejando que la sensación nos llene y tratar con todas nuestras fuerzas de recordar, sin querer sólo determinar qué aroma es, si viene del maní o de la leche quemada, sino queriendo ir mucho, mucho más allá, hacia descubrir la razón de su familiaridad, revivir lo perdido, lo para siempre oculto, porque si es verdad que la memoria de los sentidos supera a la de la mente, podremos perder el recuerdo de lo que nos ocurrió en nuestros primeros meses, en nuestros primeros años, pero si algún aroma entonces nos golpeó el olfato, jamás dejaremos de reconocerlo y cuando frente a una puerta, o en un parque, o en el interior de una cité, caminando, nos crucemos con él, vendrá primero el golpe, y luego la lucha contra el olvido y por desentrañar de la maraña que son nuestras vidas ese pequeño instante hasta ahora y por siempre olvidado; como también los ruidos que de puro hábito hemos ido aprendiendo a no escuchar, porque ya nadie se fija al atravesar la Plaza de Armas en que sobre el ramaje de la arboleda, sobre los viejos cipreses, hay un millar de pájaros cantando monótonamente, y aparte de saber tan sólo que están ahí y que cantan, no les escucha quien camina nervioso hacia la oficina, pasando por allí como un sonámbulo, ni quien cruza la calle para abalanzarse como un orangután sobre el primer colectivo que se detenga, ni quien – a pesar del ocio – sólo lleva preocupaciones..., y sin embargo los gorriones, que elevan su canto por encima del bocinazo, de la frenada brusca, del taconeo sobre el pavimento, las radios, el ruido de las tiendas, el inquietante rugido de los monstruos verdes al dar el pique de esquina vomitando sus gases ponzoñosos, son, a pesar de todo, desoídos y acaso sólo alegren la tranquilidad de los ancianos que suelen sentarse en los escaños bajo los árboles a ver pasar las horas y transcurrir la vida, la agitación que ya no los conmueve, a enterarse del mundo por los diarios, y quizás también de aquéllos que caminan libremente rumbo hacia ninguna parte, desde cualquiera; los que caminan por caminar, sin apuro, sin acechanzas, sin horario, deteniéndose frente a una ventana para escuchar el funcionar rítmico y sin melodía de una máquina de coser, o hacerle caso a la puerta adaptada de un antiguo garaje desde donde emerge el seco martilleo sobre el taco, y avanzar hacia el serrucho fabricando aserrín y los perros que ladran al desconocido; y los colores también, el color de los barrios, de las ropas en las distintas estaciones, los verdes rojos fuertes que atacan la vista en primavera y el gris de la niebla y los suaves tonos lilas, los rosas desteñidos, los celestes de las pequeñas casas de viejos barrios y el verde que cunde en septiembre y el color tristísimo del otoño... y es la misma ciudad – su desarrollo, su crecer – quien trata de aniquilarnos la sensibilidad necesaria para captarla. Es su poderosa presión, su peso sobre nuestras pobres humanas espaldas.
No, yo definitivamente no haría las frases. No las hice.
Y el día en que Varela colocaba las notas en el libro de clases, cuando me preguntó: “¿Hiciste las frases?”, y le dije: “No, señor, no las hice”, lo vi dirigirme una rápida mirada y anotar una cifra en el libro, que luego cerró. Sólo durante el recreo vine a saber que la nota con que fui calificado era la que correspondía a mis trabajos y a mis pruebas.
- Te felicito – me dijo, caminando junto a mí por el patio, donde correteaban en sus mamelucos los niños de preparatorias.
- ¿Por qué, señor Varela?
He dicho ya que era desconcertante y contradictorio.
- Por no haber hecho las frases – respondió -. Te puse un “cinco”. De haberlas hecho, te habría puesto un “uno” por imbécil.
Y no fue la única ocasión en que me felicitó. Hubo otra.
Yo no era comunista, pero si acaso en aquella época sentía cierta admiración por quienes los fueran, ello se debía a varias razones que perfectamente podría delinear: comunismo nunca tuvo para mí el significado de maldad, opresión o esclavitud que mucha gente le atribuye porque uno de los grandes monstruos del siglo, la propaganda unificadora, se lo ha inculcado, sino que estuvo más bien asociado a valores individuales distintos, como el coraje, por ejemplo, la audacia, el heroísmo. Además, de niño oí hablar siempre con respeto de la Unión Soviética y conocí también, en mi propia casa, a dos comunistas de veras, que me parecieron excelentes personas. Uno era profesor. El otro era un vago que pintaba y que solía darme en el vientre unos golpecitos para que yo le dijera “usted es el que me hace así en la guata”. Otra razón era la complicidad que siempre he sentido por los perseguidos. En las películas de cow-boys contra indios estuve siempre al lado de las flechas, y en las de gángsters me era verdaderamente muy difícil simpatizar con la policía. Tenía que tratarse de gángsters muy babosos, lo cual no era frecuente que ocurriera. En Ángeles con Caras Sucias se me habrían arrancado las lágrimas – de no estar con Lilian – cuando llevan a James Cagney a la silla eléctrica... Y como en esos días los comunistas se hallaban fuera de la ley y eran perseguidos por la policía política, privados del derecho a trabajo y relegados al puerto de Pisagua cuando se les sorprendía en sus actividades clandestinas, yo preferí estar de parte de ellos y en contra del gobierno. Aunque yo no sabía nada de política.
Una mañana todos los alumnos, ordenados por cursos, formaron filas en el patio del colegio. Se cantó el Himno Nacional mientras era izada la bandera y luego vino el discurso enviado por el Ministerio de Educación. Lo leyó un profesor de otros cursos cuyo nombre he olvidado. Y cuando el informe llegó a lo de la Unión Soviética y se refirió al monstruo siniestro de la amenaza roja, me dio rabia y, abandonando la fila, a vista y sorpresa de todos, crucé el patio para meterme en mi sala de clases. Sentí que mil ojos se clavaban sobre mis espaldas.
Pero no quise volver la cabeza.
A los pocos minutos llegó cojeando el señor inspector De la Jara.
- Haga el favor de volver a la fila – me dijo.
Pensé que cuando un hombre emprende una acción debe, a menos que se dé cuenta de su error, llevarla hasta las últimas consecuencias. Y no volví a la fila.
- No – le dije a De la Jara.
- ¡Señor...!
- Vengo aquí a estudiar – agregué interrumpiéndolo – y no a tragarme propaganda política.
- Muy bien, señor... Usted se lo buscó: espéreme en la dirección...
Mi atentado contra esa disciplina formal del colegio no tuvo consecuencias graves. Un poco de lata, un largo y maternal sermón de Mrs. Conn, eso fue todo.
Y en la tarde de ese mismo día (era el aniversario de Naciones Unidas), el profesor Varela volvió a felicitarme.
- Muy bien lo que hiciste – dijo -. Tienes agallas. – Y no agregó más.
Quise explicarle que no desempeñaban papel alguno las agallas, puesto que había actuado espontáneamente y no como producto de una decisión, pero me sentí halagado y callé...
Tal vez las arbitrariedades de Varela – lo desagradable que había en él – sea preciso atribuirlas a factores de orden temporal. Es decir, no era justo tomarlas como rasgos negativos de su carácter, sino como el resultado de un hecho del que no era culpable y que superaría el tiempo: la poca diferencia de edad que existía entre él y nosotros; el temor de no ser respetado en ciertos momentos por un puñado de adolescentes que podían tornarse salvajes, como Pereira con Lorca, o como cuando rompió la prueba de francés marcada por un “uno” rojo en las narices del profesor, porque éste lo acusaba de haber copiado, lo cual, según sostuvo con obstinación, era falso.
Varela se defendía de la potencialidad de nuestro salvajismo. Una vez Felipe arrojó su gorro de cuero a la cara del profesor de gimnasia, quien replicó asestándole un bofetón de la boca, partiéndosela, lo cual le valió futuros sudores, pues nos declaramos en huelga frente a sus clases y dejamos de asistir hasta que él torció el brazo, teniendo que dar una explicación y disculpar su violencia, la que después de todo había sido provocada por otra violencia a la cual no se exigieron explicaciones. Se defendía Varela de nuestro salvajismo mostrándose severo y violento en ocasiones que no requerían violencia ni severidad.
Una vez, por ejemplo, mientras explicaba su materia, sorprendió a Julio, el “Chencho”, jugando con un pequeño objeto entre los dedos en lugar de tomar notas.
- ¿Qué es eso, Gómez? – preguntó sin gravedad, más bien con ironía.
- No, señor... Nada.
Hasta en estos detalles, Varela se nos parecía. Su trato al “Chencho” era igual que con cada uno de nosotros, sin ser más considerado, sin caer jamás en diferencias que pudieran hacerle recordar su defecto, aunque, en realidad, su defecto era inolvidable. Era un peso monótono y constante que no podía dejar de sentirse. Pero el “Chencho” mismo, con su personalidad poderosa, su valentía para afrontar los delicados problemas que en cada etapa la vida va poniendo a los hombres, hacía disminuir el efecto de su tragedia. Él mismo poseía el humor suficiente para decir, rascándose cualquiera de sus piernas ortopédicas: “Parece que me anda una pulga”, o “Puchas que me duele la rodilla”. Pero uno de sus errores era tener que estar jugando siempre con algo en las manos.
- ¡Cómo que nada! – insistió Varela -. Pásamelo.
Gómez le entregó una insignia en forma de águila, negra con rojo, que simbolizaba a un club deportivo. Porque el “Chencho” era gran aficionado a los deportes. Iba a todos los partidos de su equipo y, cuando jugábamos nosotros, él nunca quedaba fuera, y si alguna vez la pelota le llegaba cerca, lo dejábamos chutear, no se la quitábamos.
- ¡Hombre, qué bonita! – dijo Varela. Y, dejándola caer al suelo, la aplastó con el taco del zapato, preguntando -: ¿Se rompe?
Eran bromas y, aunque irritantes como pudieran resultar, no había más que tomarlas con humor. La insignia, desde luego, se rompió y el “Chencho” estuvo enojado toda la tarde. Pero no con la sensación dolorosa que debe producir un trato forzadamente suave si la causa es la falta de las dos piernas. Al resto, el hecho nos pareció cómico y no pudimos disimularlo, lo que acentuó la irritación del “Chencho”, quien, durante los recreos, se aisló y no quiso dirigirnos la palabra.
Eran bromas. Bromas de Varela que terminaron por adquirir fama en el colegio. Pero bajo la superficie de ellas creo que se ocultaba cierta debilidad. Tal vez no significaran más que métodos de imponerse, de hacer sentir una autoridad de la cual no estaba muy seguro.
Sostengo, sí, como ya lo dije, que esas actitudes no eran de durar y que Varela tenía todas las condiciones para llegar a ser un buen arquitecto de almas. Lo creía entonces y lo sostengo ahora que conozco un poquito más de la vida. Y en algunas cosas que entonces creía, el tiempo me ha ido dando la razón.
Otra cosa que nos gustaba en Varela es que no acaparaba la simpatía de las autoridades máximas del colegio: Mrs. Conn y De la Jara, su eminencia gris. Algo había ocurrido entre él y la directora. Nunca supe qué. Y si Varela siguió allí haciendo clases, se debió de seguro a que ocupaba una habitación en el pensionado, la cual pagaba con su trabajo.
Pero entre Varela y De la Jara era más notoria la evidencia de una enemistad, o más bien de una antipatía, originada quién sabe dónde.
Aunque había notado que nunca hablaban o que jamás cruzaban una sonrisa al saludarse, no creí percibir nada especial hasta aquella tarde de fuego en que, reunidos frente al pabellón de los internos mientras un bombero, desde su escalera, rompía los vidrios del segundo piso, Varela le dijo a De la Jara, con cierta ironía acaso amarga:
- No te preocupes. A ti, el pez gordo no se te escapa.
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Varela nos parecía un profesor singular. A pesar de su juventud, era ya de los que “sabían mucho”. Moreno y bajo, delgado. A veces, durante algún paseo al cerro o a Las Vertientes, además de convidarnos un habano legítimo o de ganarnos algo de dinero al crap - Jorge Pereira jamás olvidaba los dados -, dinero que siempre intentaba devolver y que nosotros hacíamos lo posible por rechazar, nos hablaba del sur, de los lagos, de la lluvia, de su infancia en la pequeña escuela. También era un ser surgido de la nada. Como don Pedro. Como mi doctor. Un niño que caminaba tres kilómetros descalzo para llegar a la escuelita rural y que por felices circunstancias había continuado su educación hasta llegar a Santiago, al Pedagógico, donde se hallaba a punto de recibir el título y por el camino del verdadero éxito. Pero Varela no se jactaba de su trayectoria. Recordaba a sus compañeros de curso, descalzos como él y como él, caminantes de largas distancias, y tenía la honradez de preguntarse por qué otros a quienes no podía olvidar, otros que en clases habían sido mejores, más vivos, más inteligentes, seguirían allá abajo arreando bueyes, tumbando troncos, labrando alerces...
Con la expresión “saber mucho” creo que diferenciábamos a quienes, según nuestro juicio, debían estar allí enseñando de quienes no debían. Aunque a veces también ocurría que la frase iba acompañada de “pero no sabe enseñar”, como era el caso de Lorca, el de francés, o Perelman, el de química.
Varela sabía mucho. Pero algo más tarde comprendí que ese saber no era sólo el dominio de su ramo, de la materia que debía pasarnos, sino que era un saber bastante más profundo, un saber de la vida, un saber humano que se reflejaba directamente en su trato con las personas, con nosotros. De ahí que lo consideráramos el mejor profesor. Nos estaba enseñando cosas más importantes que el poema del Cid o las Coplas de Manrique. Y su saber consistía en enseñarnos esas cosas precisamente a través del Poema, a través de las Coplas. Los profesores discuten siempre y en más de una ocasión me ha tocado presenciar curiosos alegatos en que los programas escolares son puestos en tela de juicio. ¿Por qué enseñar materias tan añejas, autores tan desaparecidos como Berceo o el Arcipreste de Hita, que sólo sirven para aburrir al estudiante? ¿Por qué no quitarle tiempo a esa detestable literatura y dárselo con mayor generosidad a una enseñanza práctica del idioma? ¿Por qué no fijarse como meta que los alumnos terminen el liceo sabiendo hablar y también escribir correctamente su propia lengua? Es cierto que suele uno toparse con doctores o ingenieros incapaces de redactar bien un párrafo; es cierto que tras la investidura del título profesional a veces se esconde un deplorable “analfabetismo”, que buenos arquitectos, fuera de su ramo, no son más que absolutas nulidades. ¿Por qué entonces no dedicarle más a la gramática?... Cuando escucho a algún profesor sustentar estas teorías, me da pena. Que busque, le diría, a cualquiera de los que fueron alumnos de Varela, donde se halle, donde lo encuentre, a ver si no sabe hacer un párrafo o expresarse con propiedad. Y a ver si no lo aprendió justamente a través de aquellos “añejos” y “olvidados” que fueron creando nuestro idioma. Que un doctor se lea el Quijote y niegue después que le salen mejores los informes... Varela era el profesor amigo, aquello en quien se podía confiar a ojos cerrados cualquier problema, por ajeno que fuera a los asuntos escolares. Era quizás el que más se acercaba a ser un formador. El que iba hacia maestro.
Sin embargo, como todos los humanos, tenía sus defectos. La grandeza sólo lo pillaba de buenas.
Era violento. Y a veces – quién sabe qué problemas se ocultaban tras sus incomprensibles actitudes – permitía que un mínimo detalle le volteara el humor y se tornaba hosco, acaso amargo. Era entonces cuando podía cometer errores, cuando podía herir, cuando se le asomaba el lado malo.
Una mañana sombría, de esas mañanas frecuentes antes de que se defina la primavera, cometí la torpeza de decir alguna impertinencia acerca de su rostro sin afeitar. Me respondió y yo insistí con una impertinencia mayor, haciéndome de inmediato acreedor a un severo castigo: debía copiar quinientas veces la frase: “Cuando asisto a clases de castellano y, en general, siempre, tanto en el colegio como fuera de él, debo recordar que soy una persona responsable y, por lo tanto, comportarme como un hombre y nunca como un idiota, cual ocurrió la mañana del 24 de septiembre”. ¡Quinientas veces! una frase que me ocupaba media hoja de cuaderno.
- Quinientas veces. Plazo, hasta el primero de octubre. Si no cumples, tendrás un “uno” para el bimestre. – fue su advertencia después que terminó de dictarme.
Mis compañeros debieron tragarse la risa, temiendo que si manifestaban su regocijo pudiera tocarles un castigo similar.
Aquella misma tarde comencé. No habría llegado aún a la cuarta vez de escribir la frase cuando decidí que el “uno” constituía un castigo harto más suave. Arranqué las dos hojas del cuaderno y salí a la calle, gozando de una inconfundible sensación de libertad. Es la sensación que siempre me ha proporcionado la calle, la caminata. O la vagancia. Una sensación de mundo abierto, sin fronteras, de totalidad. Los múltiples olores corrientes y vulgares que de sobra conocemos, y también los ocultos, los secretos, los que acechan para transportar a épocas lejanas de las que ni conservamos el recuerdo, sabiendo sin embargo haberlas vivido, que nos hacen detener los pasos frente a cualquier parte muy de súbito porque de allí viene, de allí sale o por allí atraviesa el olor que puede ser a estiércol, a fritangas, a perfumes, respirar luego hondo dejando que la sensación nos llene y tratar con todas nuestras fuerzas de recordar, sin querer sólo determinar qué aroma es, si viene del maní o de la leche quemada, sino queriendo ir mucho, mucho más allá, hacia descubrir la razón de su familiaridad, revivir lo perdido, lo para siempre oculto, porque si es verdad que la memoria de los sentidos supera a la de la mente, podremos perder el recuerdo de lo que nos ocurrió en nuestros primeros meses, en nuestros primeros años, pero si algún aroma entonces nos golpeó el olfato, jamás dejaremos de reconocerlo y cuando frente a una puerta, o en un parque, o en el interior de una cité, caminando, nos crucemos con él, vendrá primero el golpe, y luego la lucha contra el olvido y por desentrañar de la maraña que son nuestras vidas ese pequeño instante hasta ahora y por siempre olvidado; como también los ruidos que de puro hábito hemos ido aprendiendo a no escuchar, porque ya nadie se fija al atravesar la Plaza de Armas en que sobre el ramaje de la arboleda, sobre los viejos cipreses, hay un millar de pájaros cantando monótonamente, y aparte de saber tan sólo que están ahí y que cantan, no les escucha quien camina nervioso hacia la oficina, pasando por allí como un sonámbulo, ni quien cruza la calle para abalanzarse como un orangután sobre el primer colectivo que se detenga, ni quien – a pesar del ocio – sólo lleva preocupaciones..., y sin embargo los gorriones, que elevan su canto por encima del bocinazo, de la frenada brusca, del taconeo sobre el pavimento, las radios, el ruido de las tiendas, el inquietante rugido de los monstruos verdes al dar el pique de esquina vomitando sus gases ponzoñosos, son, a pesar de todo, desoídos y acaso sólo alegren la tranquilidad de los ancianos que suelen sentarse en los escaños bajo los árboles a ver pasar las horas y transcurrir la vida, la agitación que ya no los conmueve, a enterarse del mundo por los diarios, y quizás también de aquéllos que caminan libremente rumbo hacia ninguna parte, desde cualquiera; los que caminan por caminar, sin apuro, sin acechanzas, sin horario, deteniéndose frente a una ventana para escuchar el funcionar rítmico y sin melodía de una máquina de coser, o hacerle caso a la puerta adaptada de un antiguo garaje desde donde emerge el seco martilleo sobre el taco, y avanzar hacia el serrucho fabricando aserrín y los perros que ladran al desconocido; y los colores también, el color de los barrios, de las ropas en las distintas estaciones, los verdes rojos fuertes que atacan la vista en primavera y el gris de la niebla y los suaves tonos lilas, los rosas desteñidos, los celestes de las pequeñas casas de viejos barrios y el verde que cunde en septiembre y el color tristísimo del otoño... y es la misma ciudad – su desarrollo, su crecer – quien trata de aniquilarnos la sensibilidad necesaria para captarla. Es su poderosa presión, su peso sobre nuestras pobres humanas espaldas.
No, yo definitivamente no haría las frases. No las hice.
Y el día en que Varela colocaba las notas en el libro de clases, cuando me preguntó: “¿Hiciste las frases?”, y le dije: “No, señor, no las hice”, lo vi dirigirme una rápida mirada y anotar una cifra en el libro, que luego cerró. Sólo durante el recreo vine a saber que la nota con que fui calificado era la que correspondía a mis trabajos y a mis pruebas.
- Te felicito – me dijo, caminando junto a mí por el patio, donde correteaban en sus mamelucos los niños de preparatorias.
- ¿Por qué, señor Varela?
He dicho ya que era desconcertante y contradictorio.
- Por no haber hecho las frases – respondió -. Te puse un “cinco”. De haberlas hecho, te habría puesto un “uno” por imbécil.
Y no fue la única ocasión en que me felicitó. Hubo otra.
Yo no era comunista, pero si acaso en aquella época sentía cierta admiración por quienes los fueran, ello se debía a varias razones que perfectamente podría delinear: comunismo nunca tuvo para mí el significado de maldad, opresión o esclavitud que mucha gente le atribuye porque uno de los grandes monstruos del siglo, la propaganda unificadora, se lo ha inculcado, sino que estuvo más bien asociado a valores individuales distintos, como el coraje, por ejemplo, la audacia, el heroísmo. Además, de niño oí hablar siempre con respeto de la Unión Soviética y conocí también, en mi propia casa, a dos comunistas de veras, que me parecieron excelentes personas. Uno era profesor. El otro era un vago que pintaba y que solía darme en el vientre unos golpecitos para que yo le dijera “usted es el que me hace así en la guata”. Otra razón era la complicidad que siempre he sentido por los perseguidos. En las películas de cow-boys contra indios estuve siempre al lado de las flechas, y en las de gángsters me era verdaderamente muy difícil simpatizar con la policía. Tenía que tratarse de gángsters muy babosos, lo cual no era frecuente que ocurriera. En Ángeles con Caras Sucias se me habrían arrancado las lágrimas – de no estar con Lilian – cuando llevan a James Cagney a la silla eléctrica... Y como en esos días los comunistas se hallaban fuera de la ley y eran perseguidos por la policía política, privados del derecho a trabajo y relegados al puerto de Pisagua cuando se les sorprendía en sus actividades clandestinas, yo preferí estar de parte de ellos y en contra del gobierno. Aunque yo no sabía nada de política.
Una mañana todos los alumnos, ordenados por cursos, formaron filas en el patio del colegio. Se cantó el Himno Nacional mientras era izada la bandera y luego vino el discurso enviado por el Ministerio de Educación. Lo leyó un profesor de otros cursos cuyo nombre he olvidado. Y cuando el informe llegó a lo de la Unión Soviética y se refirió al monstruo siniestro de la amenaza roja, me dio rabia y, abandonando la fila, a vista y sorpresa de todos, crucé el patio para meterme en mi sala de clases. Sentí que mil ojos se clavaban sobre mis espaldas.
Pero no quise volver la cabeza.
A los pocos minutos llegó cojeando el señor inspector De la Jara.
- Haga el favor de volver a la fila – me dijo.
Pensé que cuando un hombre emprende una acción debe, a menos que se dé cuenta de su error, llevarla hasta las últimas consecuencias. Y no volví a la fila.
- No – le dije a De la Jara.
- ¡Señor...!
- Vengo aquí a estudiar – agregué interrumpiéndolo – y no a tragarme propaganda política.
- Muy bien, señor... Usted se lo buscó: espéreme en la dirección...
Mi atentado contra esa disciplina formal del colegio no tuvo consecuencias graves. Un poco de lata, un largo y maternal sermón de Mrs. Conn, eso fue todo.
Y en la tarde de ese mismo día (era el aniversario de Naciones Unidas), el profesor Varela volvió a felicitarme.
- Muy bien lo que hiciste – dijo -. Tienes agallas. – Y no agregó más.
Quise explicarle que no desempeñaban papel alguno las agallas, puesto que había actuado espontáneamente y no como producto de una decisión, pero me sentí halagado y callé...
Tal vez las arbitrariedades de Varela – lo desagradable que había en él – sea preciso atribuirlas a factores de orden temporal. Es decir, no era justo tomarlas como rasgos negativos de su carácter, sino como el resultado de un hecho del que no era culpable y que superaría el tiempo: la poca diferencia de edad que existía entre él y nosotros; el temor de no ser respetado en ciertos momentos por un puñado de adolescentes que podían tornarse salvajes, como Pereira con Lorca, o como cuando rompió la prueba de francés marcada por un “uno” rojo en las narices del profesor, porque éste lo acusaba de haber copiado, lo cual, según sostuvo con obstinación, era falso.
Varela se defendía de la potencialidad de nuestro salvajismo. Una vez Felipe arrojó su gorro de cuero a la cara del profesor de gimnasia, quien replicó asestándole un bofetón de la boca, partiéndosela, lo cual le valió futuros sudores, pues nos declaramos en huelga frente a sus clases y dejamos de asistir hasta que él torció el brazo, teniendo que dar una explicación y disculpar su violencia, la que después de todo había sido provocada por otra violencia a la cual no se exigieron explicaciones. Se defendía Varela de nuestro salvajismo mostrándose severo y violento en ocasiones que no requerían violencia ni severidad.
Una vez, por ejemplo, mientras explicaba su materia, sorprendió a Julio, el “Chencho”, jugando con un pequeño objeto entre los dedos en lugar de tomar notas.
- ¿Qué es eso, Gómez? – preguntó sin gravedad, más bien con ironía.
- No, señor... Nada.
Hasta en estos detalles, Varela se nos parecía. Su trato al “Chencho” era igual que con cada uno de nosotros, sin ser más considerado, sin caer jamás en diferencias que pudieran hacerle recordar su defecto, aunque, en realidad, su defecto era inolvidable. Era un peso monótono y constante que no podía dejar de sentirse. Pero el “Chencho” mismo, con su personalidad poderosa, su valentía para afrontar los delicados problemas que en cada etapa la vida va poniendo a los hombres, hacía disminuir el efecto de su tragedia. Él mismo poseía el humor suficiente para decir, rascándose cualquiera de sus piernas ortopédicas: “Parece que me anda una pulga”, o “Puchas que me duele la rodilla”. Pero uno de sus errores era tener que estar jugando siempre con algo en las manos.
- ¡Cómo que nada! – insistió Varela -. Pásamelo.
Gómez le entregó una insignia en forma de águila, negra con rojo, que simbolizaba a un club deportivo. Porque el “Chencho” era gran aficionado a los deportes. Iba a todos los partidos de su equipo y, cuando jugábamos nosotros, él nunca quedaba fuera, y si alguna vez la pelota le llegaba cerca, lo dejábamos chutear, no se la quitábamos.
- ¡Hombre, qué bonita! – dijo Varela. Y, dejándola caer al suelo, la aplastó con el taco del zapato, preguntando -: ¿Se rompe?
Eran bromas y, aunque irritantes como pudieran resultar, no había más que tomarlas con humor. La insignia, desde luego, se rompió y el “Chencho” estuvo enojado toda la tarde. Pero no con la sensación dolorosa que debe producir un trato forzadamente suave si la causa es la falta de las dos piernas. Al resto, el hecho nos pareció cómico y no pudimos disimularlo, lo que acentuó la irritación del “Chencho”, quien, durante los recreos, se aisló y no quiso dirigirnos la palabra.
Eran bromas. Bromas de Varela que terminaron por adquirir fama en el colegio. Pero bajo la superficie de ellas creo que se ocultaba cierta debilidad. Tal vez no significaran más que métodos de imponerse, de hacer sentir una autoridad de la cual no estaba muy seguro.
Sostengo, sí, como ya lo dije, que esas actitudes no eran de durar y que Varela tenía todas las condiciones para llegar a ser un buen arquitecto de almas. Lo creía entonces y lo sostengo ahora que conozco un poquito más de la vida. Y en algunas cosas que entonces creía, el tiempo me ha ido dando la razón.
Otra cosa que nos gustaba en Varela es que no acaparaba la simpatía de las autoridades máximas del colegio: Mrs. Conn y De la Jara, su eminencia gris. Algo había ocurrido entre él y la directora. Nunca supe qué. Y si Varela siguió allí haciendo clases, se debió de seguro a que ocupaba una habitación en el pensionado, la cual pagaba con su trabajo.
Pero entre Varela y De la Jara era más notoria la evidencia de una enemistad, o más bien de una antipatía, originada quién sabe dónde.
Aunque había notado que nunca hablaban o que jamás cruzaban una sonrisa al saludarse, no creí percibir nada especial hasta aquella tarde de fuego en que, reunidos frente al pabellón de los internos mientras un bombero, desde su escalera, rompía los vidrios del segundo piso, Varela le dijo a De la Jara, con cierta ironía acaso amarga:
- No te preocupes. A ti, el pez gordo no se te escapa.
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