Capítulo IX
*Nota: Esta narración NO ES de mi autoría*
Si entre nosotros, el curso, Varela era el más querido de los profesores, puedo decir también, sin exagerar, que De la Jara era el más odiado, el único temido. Era también el más misterioso; es decir, aquel de quien sabíamos menos, de cuya vida fuera del colegio ignorábamos más.
Si de Varela sabíamos, por ejemplo, que las bastillas de sus pantalones estaban roídas debido a su pobreza, ignorábamos en cambio la razón por la cual De la Jara, hombre de recursos, según lo demostraba un moderno convertible, no cambiaba jamás su ya brilloso traje negro.
Si Varela trabajaba en el colegio era, sin lugar a dudas, porque de una u otra forma debía costear su vivienda, financiar sus estudios universitarios, que aún no concluía. Si lo hacía De la Jara, nadie sabía por qué. No era, en primer lugar, ni profesor de carrera, ni estudiante del Pedagógico. En segundo lugar, no era – no podía ser – la necesidad lo que lo había llevado hasta allí. Había otros móviles. Y, en tercer lugar, jamás tuvo el más ínfimo gesto de cariño por la labor que creía estar desempeñando. Jamás dejó entrever que le gustara hacer una clase, ni tan siquiera que le interesara la historia. Porque hay profesores, como Varela, que ponen amor en lo suyo.
¿Qué era entonces?
Solía rumorearse, debido a la rápida carrera que se fabricó desde su llegada al colegio – carrera que si bien no lo llevó a títulos altisonantes porque no existían los cargos, lo situó sin embargo muy por encima del resto del profesorado, ya que él, por la confianza ciega que Mrs. Conn le depositó, podía tomar decisiones, imponer medidas de disciplina por el puro gusto, medidas estúpidas como la de usar tal puerta y no tal otra cuando siempre se había usado la segunda, citar a los demás profesores a fin de conversar con ellos sobre sus labores, vale decir, pedirles cuentas, y ocuparse de muchos otros asuntos como si fuera el propio dueño -, solía rumorearse, decía, que sus ocultas pretensiones eran las de ir ganando y ganando terreno hasta tornarse de tal manera indispensable, que el colegio cayera virtualmente en sus manos; es decir, su plan a largo plazo habría sido, según estas versiones, apoderarse del colegio.
Sin embargo, no siempre había odio en los ojos de De la Jara,
Y, a pesar de todo, sí había cierta ternura.
“El pez gordo a ti no se te escapa”, le dijo esa vez Varela.
Y eran palabras incomprensibles. Palabras que podían ser una confirmación de estos rumores o que podían no guardar relación alguna con ellos.
Aunque nunca tuve motivos para dudar de esos rumores, tuve sí razones poderosas para creer – creer sólo, nunca saber, nunca estar cierto – que las causas que lo indujeran a buscarse esa ocupación con la que no guardaba lazos profesionales y de la que no tenía necesidad económica eran otras muy distintas.
Y estas sospechas mías, debido a algunas insinuaciones que en cierta ocasión escuché, estaban relacionadas con esa ternura que se quería ocultar en sus ojos, en su mirada, en su trato con los niños menores.
Era curioso que la severidad que tenía para nosotros, tan inexplicable como injusta – castigos irracionales, palabras ofensivas, insultantes a veces, mal trato, incomprensión – pareciera disiparse, transformarse en otra cosa muy distinta en sus relaciones con los alumnos de preparatorias. Para ellos guardaba siempre una sonrisa, una caricia en el cabello, una frase cariñosa.
Pero mis sospechas eran falsas. Mucho más tarde vine a saberlo, como siempre es más tarde que venimos a saber las cosas.
Yo había interpretado erróneamente ciertos hechos que me parecieron equívocos, torcidos. Pero nunca se me ocurrió pensar en las huellas que sobre un hombre puede imprimir la desgracia.
¿Qué se proponía De la Jara? Un tipo de ingrata presencia, hosco, con la marca aparentemente inconfundible de las grandes ambiciones, del ansia de poder. Caprichoso y abusador. Un tipo que jamás de hablaba a nadie sobre sí mismo; acerca de quien todos tenían algo que preguntarse. Que vivía – se comentaba – solo, con un perro, cerca de la cordillera, y que manejaba su automóvil a velocidades inverosímiles. Que no escatimaba esfuerzos por ser grosero o impertinente. Y que sin embargo ejercía toda la simpatía de que era capaz con los niños. Que había llegado a dominar un colegio, a intervenir en todo lo que se resolviera. Que podía limpiamente decirle a una alumna que tenía alma de alcachofa, o a un alumno que acababa de perder a su madre, que para qué estaba ahí, si no servía ni para basurero.
Y que, sin embargo, al escuchar las palabras que Varela le decía mientras se quemaba una parte del colegio, fue capaz de cubrirse la cara con ambas manos para que nadie viera las lágrimas. Derramadas acaso – interpretación muy posterior – ante el recuerdo quizás obsesivo de dos muertes: la de una mujer y la de un niño pequeño entre las llamas de un auto chocado en un camino de polvo. La muerte de su esposa. Y la de su hijo.
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Si entre nosotros, el curso, Varela era el más querido de los profesores, puedo decir también, sin exagerar, que De la Jara era el más odiado, el único temido. Era también el más misterioso; es decir, aquel de quien sabíamos menos, de cuya vida fuera del colegio ignorábamos más.
Si de Varela sabíamos, por ejemplo, que las bastillas de sus pantalones estaban roídas debido a su pobreza, ignorábamos en cambio la razón por la cual De la Jara, hombre de recursos, según lo demostraba un moderno convertible, no cambiaba jamás su ya brilloso traje negro.
Si Varela trabajaba en el colegio era, sin lugar a dudas, porque de una u otra forma debía costear su vivienda, financiar sus estudios universitarios, que aún no concluía. Si lo hacía De la Jara, nadie sabía por qué. No era, en primer lugar, ni profesor de carrera, ni estudiante del Pedagógico. En segundo lugar, no era – no podía ser – la necesidad lo que lo había llevado hasta allí. Había otros móviles. Y, en tercer lugar, jamás tuvo el más ínfimo gesto de cariño por la labor que creía estar desempeñando. Jamás dejó entrever que le gustara hacer una clase, ni tan siquiera que le interesara la historia. Porque hay profesores, como Varela, que ponen amor en lo suyo.
¿Qué era entonces?
Solía rumorearse, debido a la rápida carrera que se fabricó desde su llegada al colegio – carrera que si bien no lo llevó a títulos altisonantes porque no existían los cargos, lo situó sin embargo muy por encima del resto del profesorado, ya que él, por la confianza ciega que Mrs. Conn le depositó, podía tomar decisiones, imponer medidas de disciplina por el puro gusto, medidas estúpidas como la de usar tal puerta y no tal otra cuando siempre se había usado la segunda, citar a los demás profesores a fin de conversar con ellos sobre sus labores, vale decir, pedirles cuentas, y ocuparse de muchos otros asuntos como si fuera el propio dueño -, solía rumorearse, decía, que sus ocultas pretensiones eran las de ir ganando y ganando terreno hasta tornarse de tal manera indispensable, que el colegio cayera virtualmente en sus manos; es decir, su plan a largo plazo habría sido, según estas versiones, apoderarse del colegio.
Sin embargo, no siempre había odio en los ojos de De la Jara,
Y, a pesar de todo, sí había cierta ternura.
“El pez gordo a ti no se te escapa”, le dijo esa vez Varela.
Y eran palabras incomprensibles. Palabras que podían ser una confirmación de estos rumores o que podían no guardar relación alguna con ellos.
Aunque nunca tuve motivos para dudar de esos rumores, tuve sí razones poderosas para creer – creer sólo, nunca saber, nunca estar cierto – que las causas que lo indujeran a buscarse esa ocupación con la que no guardaba lazos profesionales y de la que no tenía necesidad económica eran otras muy distintas.
Y estas sospechas mías, debido a algunas insinuaciones que en cierta ocasión escuché, estaban relacionadas con esa ternura que se quería ocultar en sus ojos, en su mirada, en su trato con los niños menores.
Era curioso que la severidad que tenía para nosotros, tan inexplicable como injusta – castigos irracionales, palabras ofensivas, insultantes a veces, mal trato, incomprensión – pareciera disiparse, transformarse en otra cosa muy distinta en sus relaciones con los alumnos de preparatorias. Para ellos guardaba siempre una sonrisa, una caricia en el cabello, una frase cariñosa.
Pero mis sospechas eran falsas. Mucho más tarde vine a saberlo, como siempre es más tarde que venimos a saber las cosas.
Yo había interpretado erróneamente ciertos hechos que me parecieron equívocos, torcidos. Pero nunca se me ocurrió pensar en las huellas que sobre un hombre puede imprimir la desgracia.
¿Qué se proponía De la Jara? Un tipo de ingrata presencia, hosco, con la marca aparentemente inconfundible de las grandes ambiciones, del ansia de poder. Caprichoso y abusador. Un tipo que jamás de hablaba a nadie sobre sí mismo; acerca de quien todos tenían algo que preguntarse. Que vivía – se comentaba – solo, con un perro, cerca de la cordillera, y que manejaba su automóvil a velocidades inverosímiles. Que no escatimaba esfuerzos por ser grosero o impertinente. Y que sin embargo ejercía toda la simpatía de que era capaz con los niños. Que había llegado a dominar un colegio, a intervenir en todo lo que se resolviera. Que podía limpiamente decirle a una alumna que tenía alma de alcachofa, o a un alumno que acababa de perder a su madre, que para qué estaba ahí, si no servía ni para basurero.
Y que, sin embargo, al escuchar las palabras que Varela le decía mientras se quemaba una parte del colegio, fue capaz de cubrirse la cara con ambas manos para que nadie viera las lágrimas. Derramadas acaso – interpretación muy posterior – ante el recuerdo quizás obsesivo de dos muertes: la de una mujer y la de un niño pequeño entre las llamas de un auto chocado en un camino de polvo. La muerte de su esposa. Y la de su hijo.
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El miércoles, octubre 26, 2005 1:52:00 a. m.,
Esteban Perez escribió...
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El miércoles, mayo 25, 2016 7:22:00 p. m.,
Anónimo escribió...
eres la unica persona que tiene el libro entero...muchas gracias!!!
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