Cero a la izquierda

Esta novela es de Poli Délano, pero me gustó tanto que la subí para leerla siempre que quiera.

lunes, octubre 10, 2005

Capítulo I

*Nota: Esta narración NO ES de mi autoría*

- ¿Dónde está Pereira? – preguntó el inspector De la Jara.

Un muchachito que cruzaba el patio hacia los retretes se detuvo en seco y se cuadró casi militarmente.

- No tengo idea, señor inspector.

Había que decirle “señor inspector”.

- ¡Búsquelo y dígale que venga de inmediato!

El niño dio media vuelta y partió a toda carrera. De la Jara, apretándose la barbilla con la mano, paseó sin rumbo por el patio.

Al comienzo, cuando entró al colegio como profesor de historia, modestamente, acaso sin otras pretensiones, impresionó bastante (a las muchachas porque era buen mozo y a pesar de su leve cojera veían “algo” en él; a los hombres, porque parecía duro), y su personalidad fue muy discutida. Se convirtió en el “tema” de moda y durante algunos meses provocó polémicas entre nosotros, entre quienes creían que se necesitaba ahí una mano firme y los que se quedaban, sin discusiones, con el relajo. Personalmente, el tipo me disgustó desde el primer momento. No porque le tuviera miedo, ni porque fuera demasiado antipático, sino porque me reventaba la sangre el hecho de que todas las muchachas, inclusive Lilian, lo encontraran tan buen mozo, tan atractivo, cuando en realidad no lo era. No sería tal vez un monstruo demasiado horrible, pero le faltaba mucho para llegar siquiera a pasable. Con sus arrugas en la cara y ese rengueo desesperante. Pero hay que decir que más adelante, debido posiblemente a la falta de seguridad que le notaron algunos y a dos o tres anécdotas de él que nos contó otro profesor, se le perdió el respeto y se le echó un poco al olvido. Había pasado también la novedad. No intrigaba ya el porqué de su invariable traje negro, ni se creía tanto en la apabullante dureza que se le achacó al comienzo.

Fue entonces cuando decidió, según parece (aunque, ¿quién puede jurar que no llevaba desde antes esas intenciones?), convertirse en dictador, en señor de horca y cuchillo.

En cuanto a profesor, era un verdadero fracaso. Limitaba sus clases a una escueta lectura en voz alta de los breves capítulos del texto. Rara vez la interrumpía para explayarse sobre algún tema. Tampoco aceptaba preguntas. Sólo él podía hacerlas en cualquier momento y sobre cualquier punto de la materia que ya se hubiese tratado. Y pobre de aquel que no supiera responderle. Las ofensas y los insultos que debía escuchar, las humillaciones y crueldades a que arriesgaba ser sometido, por delitos tan simples e inofensivos como el de equivocar una fecha o el nombre de algún olvidado soberano.

- ¡Usted tiene alma de alcachofa! – le dijo una vez a Lilian, por algún error de años. Y ella, incapaz de sufrir la comparación, estalló en llanto y salió corriendo de la sala.

De la Jara nos dio una inocente mirada, risueña, cómplice. Pero ninguno de nosotros solidarizó con él, nadie pudo celebrarle, porque Lilian era la única mujer del curso y todos estábamos enamorados de ella. Cada uno a su manera. Extraordinaria, con sus ojos vivos y rápidos, su voz arroncada, su desgarbado caminar, la soltura cansada de sus movimientos.

Decir “todos” puede dar una idea falsa de las cosas. Éramos apenas cinco. Un microcurso cuya sala de clases era una de las piezas medianas del caserón, con una mesa redonda en torno a la cual alumnos y profesor nos congregábamos para el estudio.

Gozábamos de cierta intimidad muy agradable que por nada del mundo hubiésemos querido romper. Casi todos los profesores eran jóvenes y nos llevaban sólo unos pocos años de ventaja, por lo cual podíamos bromear bastante y sentir que no se trataba de algo tan serio eso de ir a clases. Además, los sentíamos mucho más cerca de nosotros. De nuestros problemas, nuestras aspiraciones y de todo lo que más nos preocupaba. Las relaciones se desarrollaban bien, y las únicas trizaduras habían sido provocadas por la indolencia de Jorge Pereira, a quien podríamos denominar, sin ser injustos, la “oveja negra” del curso. No porque fuera un flojo redomado, ni porque sacara las peores notas en las pruebas – todos pasábamos por esto en ocasiones y sólo Durán era constante y laborioso como una hormiga -, sino por su incontenible agresividad, sus irritantes caprichos, su soberbia de “niño bien”. Era además de todo, el único que no estaba enamorado de Lilian, aunque eso, pensábamos, se debía a que Jorge no podía estar enamorado de nadie. Es decir, no era culpa de Lilian. Pero en cuanto a que no podía estar enamorado de nadie, nos equivocábamos diametralmente.

Y esa intimidad nuestra no quedaba atrapada entre los cuatro muros de la clase, ni entre los enmohecidos cercos del colegio. Nos seguía a los paseos, a las excursiones, a los bailes con las de tercero. Y con los profesores nos sentíamos libres. Se podía fumar, hablar soezmente, contar chistes de tono subido, jugar dinero a las cartas y hasta visitar algún prostíbulo decente si había plata. Éramos una especie de colonia comunitaria donde la vida transcurría sin dificultades, plácidamente, donde todos nos entendíamos de maravilla.

Pero cuando llegó De la Jara esa intimidad se trizó en definitiva, como si desde el comienzo su presencia hubiese sembrado una mala semilla que habría de dar brotes. Su presencia negra de luto eterno. Sus ojos vagos. Su cojera. Su caminar presagioso.

Algo se rompió con su llegada.

Dirigía cautelosamente mis pasos hacia las escaleras cuando me sobresaltó la súbita aparición de Chalito, un interno de las preparatorias. Las clases ya habían terminado y los interiores del colegio se hallaban desiertos. Mi sobresalto se debió a que yo no era interno y nada tenía que hacer allí, y también a que me disponía en ese instante a subir al segundo piso, en una de cuyas alas alojaban las internas, lo cual, conocido por De la Jara, habría merecido quizás qué brutales castigos... Al terminar las clases, después de la formación, me había dirigido a la oficina de Mrs. Conn, la vieja directora inglesa, para pedir me permitiera visitar a Lilian, que desde hacía cuatro días guardaba cama. Por qué habré sido siempre tan ingenuo. Con su dulce sonrisa la veterana me preguntó – la muy astuta no ignoraba (no podía ignorar ciertas cosas que ocurrían dentro del colegio, pero sí sabía ocultarlas bien) -, me preguntó, digo, con su dulce sonrisa, si yo estaba loco o si la creía a ella tonta. Sin embargo, mi decisión era definitiva. Al leer la nota que durante el recreo de las tres y media me entregó Silvia, tomé la irrevocable determinación de subir aquella tarde. Primero había que intentar por las buenas, pero la negativa me dejó un solo camino. La nota decía:

Después de clases, ven como sea. Besos. Lilian

- ¿No has visto a Pereira? – me preguntó Chalito cuando me detuve frente a la escalera alfombrada.
- No.
- El señor de la Jara me mandó a buscarlo.
- Quizás esté en su pieza – dije, esperando que Chalito desapareciera cuanto antes.


Imagino a De la Jara pensativo, describiendo al caminar por el patio un caprichoso círculo cerca de los ciruelos... El muchacho les resultaba un problema, sí. Aunque también era cierto que los cheques que doña María Luz extendía a nombre el colegio eran ultragenerosos. Un problema que producía buenas utilidades. Pero siempre un problema. Si bien no se le podía rechazar, era sí preciso, aun imprescindible, comenzar a adoptar ciertas medidas disciplinarias para hacerlo de una vez hombre e inculcarle sentido de responsabilidad. Es decir, sancionar severamente cada una de sus faltas, por pequeña que fuera.

Esa tarde, poco después de la pelea, lo había sorprendido fumando como si estuviera en su casa. Dar ciento veinte vueltas al trote en torno al patio (no demasiado amplio) constituía un adecuado castigo a la falta, que, aunque leve, no debía repetirse nunca más.

A los cinco minutos de haber comenzado, el cuerpo casi obeso de Pereira se hallaba inundado de sudor. Esa fue la razón por la cual De la Jara, cuando Jorge Pereira le pidió como concesión especial que le permitiese ir hasta su habitación para quitarse los pantalones grises del uniforme y reemplazarlos por un short de gimnasia y calzar, además, sus zapatillas de goma antes de completar las vueltas alrededor del patio, creyó conveniente acceder y tan sólo quiso recomendarle que no tardara en volver.

Pero Jorge no volvió.

Pasaron veinte minutos y De la Jara, que daba vueltas cerca de los ciruelos, creyó tal vez haber sido burlado y mandó a un muchachito que cruzaba el patio en busca del ofensor, del transgresor de la ley, para quien plantearía ya, con toda seguridad, un castigo más drástico.

En eso precisamente pensaba, según él mismo contó más tarde a la señora María Luz, madre de Jorge, cuando, muy agitado y sorprendido, llegó Chalito corriendo y dando gritos.

- ¡Señor De la Jara, señor De la Jara! ¡Sale humo por la ventana del dormitorio! ¡El pabellón de los internos se está quemando!

Capítulo siguiente