Cero a la izquierda

Esta novela es de Poli Délano, pero me gustó tanto que la subí para leerla siempre que quiera.

sábado, octubre 08, 2005

Capítulo III

*Nota: Esta narración NO ES de mi autoría*

Jorge Pereira tenía una mirada extraña, una mirada de cómo si estuviera ausente, muy lejos. En más de un sentido era distinto al resto de los que componíamos aquel microcurso del Jackson College.

En primer lugar, era el mayor, y valga agregar que si sus estudios hubiesen seguido una línea normal, nunca lo habríamos tenido por compañero. Quiero decir que si no hubiera repetido sucesivamente el segundo, el tercero y el cuarto, habría sido ya, en aquel entonces, un bachiller o un universitario con toda la barba.

Pero no era hombre para los estudios, ni para ceñirse a disciplinas. Tal vez por esto es que había durado más en el colegio que en esos otros de donde doña María Luz había sido, con buenas palabras, forzada a retirarlo, y quizás también por esto – por indisciplinado – es que no había tenido, entiéndase: tenido él, mayores problemas, sino más bien un buen sitio y excelentes condiciones para desenvolverse.

Hasta que llegó De la Jara, por supuesto.

Además de ser el mayor, Pereira era también el más grande, el más pesado y voluminoso, hecho que le acarreaba algunas ventajas si se considera que los profesores, por extraño azar, tenían casi todos cierta inclinación a la menudencia. De otra manera, creo que jamás hubiese osado proferir las ofensas que hicieron a Lorca, el “Chico” de francés, un rubio desteñido, de pequeños ojos grises y que quería casarse, perder el control como lo perdió aquella tarde durante los nerviosos momentos en que el profesor apunta en su gran libro las calificaciones finales de cada alumno.

Lorca le anunció a Pereira que su promedio era un “dos”, y procedía a escribirlo en el casillero correspondiente cuando éste le retuvo la mano, diciéndole:

- No sea mala persona.

Difícil sería creer que a Jorge le interesaba su calificación para los que, conociéndolo, teníamos la certeza de que esas bagatelas no sólo no le rozaban la piel, sino que le producían cierta risilla muy especial, como de satisfacción.

Pero ocurrió que esa tarde, por un lado andaba de mal humor – lo que resulta muy explicable – y, por el otro, con muchas ganas de joder al prójimo, condiciones que eran de temer cuando solían darse juntas.

Acaso Lorca, intuyendo esto, no quiso correr riesgos inútiles – error que seguramente no se perdona aún -, pues expuso en forma deplorable la debilidad que lo caracterizaba al no reaccionar con energía y autoridad, sino tomándolo con buena disposición de ánimo – por así decir -, como un gesto de simpatía, y al responder, entre pequeñas risas:

- Ya, hombre, suélteme la mano. Tengo que ponerle esa nota...

Pero – y esto el profesor debiera haberlo adivinado, como lo habíamos adivinado nosotros – su mano no iba a ser soltada, sino que seguiría siendo retenida a través de ese y otros diálogos similares que fueron subiendo de tono hasta enrojecer el semblante blanquecino de Lorca y desembocar en la bofetada – dirigida a la mejilla – que hizo ponerse pálido a Pereira y lanzar aquel reto que aún debe resonar, amenazante, en los oídos de Lorca:

- ¡Lo espero a la salida!

Y que significó, a pesar de nuestra intervención – por un lado queríamos impedirla y por el otro habríamos dado cualquier cosa por no perdérnosla -, una pelea que no podía durar y que en vez de producir la expulsión de un alumno acusado de indisciplina, desacato y violencia, iba a determinar el despido de un hombre modesto, con quién sabe qué problemas, acusado de dañar físicamente a sus alumnos, ¡de dañarlos!, un ser diminuto casi, tímido y acaso imperdonablemente humilde.

Al afirmar que el malhumor que denotaba Pereira aquella tarde era explicable no pretendo, por cierto, justificar la pelea que dejó cesante al profesor Lorca, sino sólo penetrar un poco, un poquito más allá de la superficie, en los motivos que a veces determinan la conducta de un hombre.

Tendré que recordar que los internos gozaban de una libertad cuyo aprovechamiento podría, con más justeza, denominarse libertinaje, para entrar luego en otras razones.

Jorge, desde luego, no se quedaba corto en el uso y abuso de esas libertades. Su desparpajo sobrepasaba todo límite y en algunas ocasiones solía ausentarse del colegio durante tres o cuatro días sin que nadie, como es de suponer, le pidiera cuentas.

Aquella tarde precisamente aparecía tras una de sus ausencias prolongadas y su ánimo se encontraba bastante afectado. Creo comprender ahora que todos sus actos, su insolencia, toda su agresión, eran propios de una persona que ha sido brutalmente lastimada. Quiero decir que si las heridas no podían ser muchas, por su edad, eran al menos algo profundas. Y creo ser uno de los pocos, o de los únicos, que llegaron a conocer ciertos detalles de su vida. Porque Pereira, después del asunto del salame, me tomó simpatía y en más de una ocasión en que bebimos algunos tragos de sobra, dejó que su lengua se encargara de aquello que seguramente su voluntad no lograba callar.

El motivo de sus ausencias, como es fácil suponer, era una mujer. No la que pudiera esperarse de su condición – alguna fina dama madurona o alguna joven alocada de las monjas -, sino una prostituta de Ricantén, de las más baratas, de las más sucias, de las que podrían tipificar todo lo feo. Una tarde fui con él a conocerla.

El callejón era un pintoresco lugar donde aún no me habían llevado mis zapatos, pero al cual dediqué después buenas horas de fértil vagancia. Un pequeño corazón del hampa injertado en un barrio respetable de viejas residencias, de mucho tránsito, de comercio. Eran angostos los callejones, al estilo de los barrios chinos que conocemos tanto por el cine. Callejones sin aceras o con aceras estrechitas donde se disputarían el paso dos caminantes de frente. Callejones anacrónicos con pavimento de guijarros donde la civilización parecía haberse detenido. Casitas muy apretadas la una contra la otra, de colores celestes, rosados y amarillos, verdeclaros y grises, como en los cuentos de hadas.

Entramos por Raulí, más ancho, y doblamos a Ricantén sorteando los asedios de cada puerta, de cada ventana, los apiñamientos de colores fuertes, la penetración de pésimos perfumes. Una mujer morena logró detenerme. Digo “logró” no porque fuese yo caminando muy decidido, rechazando asedios a diestra y siniestra, sino porque iba precisamente todo lo contrario, lleno de temores y recelos, y ni por nada hubiese querido verme objeto de otras miradas, de burlas, de frases sangrientas.

- ¿Dónde va, mi amor? – dijo, atajándome el paso y metiendo groseramente su mano entre mis piernas.
- Voy con mi amigo...

Jorge me miró desde cierta distancia, con una sorna cariñosa que me hizo sentir que no estaba solo.

- ¿Por qué no pasas un ratito?

Era una hermosa morena. Hermosa a su manera: aindiada, primitiva, casi brutal.

- ¿Está sola? – pregunté. No tenía la menor idea de cómo operaba un burdel por dentro. Le hice la pregunta como si al interior de la casa pudiera estar su mamá o su abuelita tomando té.

- Tengo una pieza, ven.

Jorge llegó hasta nosotros y me tomó del brazo.

- Tenemos que hacer – le dijo a la morena -. Péscatelo otro día. Vamos...

Durante mucho tiempo, después, mantuve una grata y comercial amistad con esa mujer. Empecé a conocerla la tarde en que me aventuré solo – segunda vez – por los callejones buscándola, tratando de localizar la casa, hasta encontrarla y reconocerla y ser también reconocido y luego sorprendido por la pregunta lanzada al ser descubiertos mis libros bajo el brazo “¿eres estudiante?”, y sorprendido más todavía al oír “yo también estudio”, sorprendido e iluminado como por una nueva y más poderosa fe en los seres humanos, derrumbada luego al preguntar, tras el alumbramiento “¿qué estudias?”, y escuchar una podrida, espantosa respuesta, de quien venía pareciendo un ser angélico. Era joven y ya tenía el alma enferma. La conocí y a través de ella conocí un aspecto más bestial del sexo. Fornicar sobre la colcha sucia a toda marcha, porque el tiempo es oro, el tiempo es oro y hay que terminar rápido – es sólo “por el momento”, lo más rápido, lo más barato -, ya que es preciso salir cuanto antes al acecho de otros pájaros.

-...Vamos, gallo – insistió Pereira.

El amor de Jorge Pereira se llamaba Silvia y no era ni remotamente tan bonita como él la había pintado. Pero tenía gracia y era, literalmente, el amor de Jorge, el amor no ciego sino visionario, porque él no sólo ignoraba por completo los defectos de Silvia, sino que le atribuía también cualidades que ella jamás había tenido. El amor que encanta, que provoca la entrega indefensa y total del pobre que ama. O que cree amar... Debe haber poseído también (Silvia) destrezas muy especiales para convertirlo en el endemoniado que era durante ciertos períodos, en el tipo que no lograba dormir, que se revolcaba por las noches entre sus sábanas o salía a fumar al balcón antes de la madrugada, que en nada podía concentrarse, que deambulaba solo, como un loco, cuando pasaba algún tiempo sin verla.

Su romance con Silvia tuvo muchos detalles sabrosos, pequeñas aventuras, episodios novelescos, impaciencia y angustia, suspenso, rasgos románticos del peor gusto. Pero terminó mal.

Aquella tarde no era mucho, ni muy grave, lo que había ocurrido. Simplemente Silvia le dijo que dejaban de verse porque se iba con un mecánico que la frecuentaba y que había decidido ponerle casa y que ella, sin pensarlo dos veces, se iba, que lo sentía y que se buscara otra, que había tantas, que no fuera pajarón. No mucho; pero en todo caso, lo suficiente para que un tipo que no tenía otros afectos, cuya madre sólo deseaba estar lo más lejos posible de él, que jamás habría despertado simpatías, se sintiera perdido en este mundo, después de haber volcado todo el amor de que era capaz en una mujer para quien cortar esos lazos que él creía haber atado era tan sólo un acto mecánico.


Y en segundo lugar, Pereira era el mejor vestido, aunque más exacto sería decir: el que disponía de mayores recursos.

Tenía cuenta abierta en la tienda más elegante de Santiago. Su padre se la había dejado cuando decidió irse en definitiva a la hacienda del Sur, es decir, cuando huyó de doña María Luz, de quien tal vez supuso que no contaría con mucho tiempo para ocuparse del hijo que el santo matrimonio les había dado.

Así, a veces llegaba a clases como gran señor, vestido con los mejores paños ingleses, camisas de seda natural, colleras de oro y de nácar, una perla en la corbata, todo flamante, comprado hoy para ser vendido mañana; de corta vida, si recordamos que al otro día volvíamos a verlo, asombrados, en su deslucido y rugoso uniforme gris de áspera franela. Si algunos creyeron que estos cambios extravagantes se debían a un terrible sentido de la exhibición, se equivocaron. Había otras cosas.

Generalmente a ellos sobrevenían las prolongadas ausencias de Jorge. Baste hacer notar que la tarde en que recibió la cachetada de Lorca, vestía el uniforme gris, mientras que la anterior ocasión en que asistiera a clases, tres días antes, habíamos quedado todos con la boca abierta ante sus galas. Jorge Pereira necesitaba dinero con cierta regularidad. Y había encontrado la manera de obtenerlo.

Los deslumbramientos eran frecuentes y el abuso era constante.

Hasta que esta gran libertad de acción y movimiento vino a verse obstaculizada por la presencia de ese fantasma negro recién llegado: el profesor De la Jara. El nuevo guardián.

Los choques se sucedieron unos a otros con notoria regularidad, como en una dura lucha por el dominio, lucha de la cual, poco a poco, De la Jara fue sacando la mejor parte.

Es decir, De la Jara acabó por dominar.

Por esto, todas y cada una de estas cosas que he dicho (hay otras que he preferido callar) sirvan para entender aquella mirada extraña que ninguno de nosotros tenía, porque acaso sea una mirada que sólo surge – o puede surgir – cuando al corazón se le ha dado duro desde siempre. Cuando las circunstancias, la tristeza, pueden haber impulsado a esa persona, a ese degenerado, como se le diría, a encerrarse en una gran habitación y prenderles fuego a las cortinas, a las susurrantes y viejas cortinas de terciopelo granate.

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