Capítulo V
*Nota: Esta narración NO ES de mi autoría*
Con el tiempo – digo “tiempo” como si se tratase de años, cuando en realidad habían transcurrido sólo meses: en la adolescencia todo parece acontecer tan rápido, o tal vez es más tarde que lo vemos así -, con el tiempo don Pedro me tomó simpatía.
Yo sabía escucharlo.
Y me gustaba escucharlo. Oírlo hablar, concentrarse en el recuerdo de su ajetreada juventud de trotamundos. Porque sí había sido un trotamundos, no, un aventurero de sangre; un aventurero de azar cuyas correrías jamás se debieron a la búsqueda de emociones violentas, sino a la imperiosa necesidad de sustentarse que pueda tener un niño de trece años cuyos padres han muerto poco después de radicarse en un país extranjero del que ignora el idioma y en el cual no sólo no tiene nada sino tampoco a nadie, ni familiares, ni amigos; un niño del sur de Italia que se ve trasplantado al Ecuador, donde se va desintegrando su núcleo humano, ya que sus dos hermanos se van también cada cual para su lado hasta que un día – lejano por cierto – el azar, también, vuelve a juntarlos en un país mucho más austral donde han decidido echar raíces, cada uno por sus particulares motivos...
Pero don Pedro llegó a sentir inclinación notoriamente mayor por Felipe y ello se debió, seguramente, a una identidad de gustos y aficiones entre ambos para la cual yo no era más que un extraño.
Don Pedro era un maestro de la mecánica y Felipe un buen aficionado. A veces, durante esos largos domingos que solíamos pasar en la casa, mientras yo discutía mis asuntos con Lilian, ellos dos, engrasados hasta las narices, quemaban las horas armando y desarmando motores eléctricos, fabricando piezas en el torno del pequeño taller, hablando de lo que se podía hacer con tal o cual elemento. Ambos tenían el sello inconfundible de los inventores, cerebros de ingeniero, y acaso hubieran, dadas otras condiciones, rendido frutos importantes en estos terrenos.
Pero don Pedro nunca tuvo la oportunidad de estudiar de manera sistematizada: él aprendió durante largos años – toda su vida – en la escuela de la práctica, con las únicas armas de su inteligencia y su potente imaginación, y ayudándose de manuales prácticos que asimiló y superó con creces.
Felipe, en cambio, sí tuvo la oportunidad, esa oportunidad que en manos de don Pedro no habría sido desaprovechada. Tuvo la oportunidad, pero le faltó la pasión. Tal vez por eso, ante la disyuntiva que en un momento se le presentó, optó por el camino más rápido. El que antes pudiera llevarlo a su meta, a lo que para él representaba el éxito: el dinero.
Aprendemos de niños que existen el bien y el mal y que son fuerzas antagónicas; que debemos abrazar el bien y alejarnos del mal; que el bien será recompensado y el mal castigado severamente. Y aprendemos que el robo es una de las múltiples formas que puede adoptar el mal. Por eso no robamos. Por eso condenamos a quienes roban y los alejamos de nosotros.
Fue el primer choque violento que tuve en mi amistad con Felipe: cuando me robó.
Pero hay distintas maneras de robar.
A menudo se escucha decir a la gente que tal o cual pobre infeliz robó por hambre, lo cual es menos reprobable, y que por ello sufrió una condena desproporcional a su delito (“¡Cinco años de prisión a un pobre diablo que hurtó una gallina!” Un diario lo decía). En cambio hay otros robos que suelen no encontrar el castigo que merecen; los cometidos, por ejemplo, por quienes adulteran el aceite comestible para ganar más, arriesgando la vida de toda una población (menciono el caso porque precisamente fue lo que ocurrió en aquellos días), por quienes retienen mercaderías antes de que suban los precios, que es lo que ocurre ahora y seguirá ocurriendo hasta que alguien, algo, alguna fuerza, ponga orden en esta caótica sociedad. Y hay todavía otra categoría que podríamos tildar, amén de la paradoja, de “robos legales”.
El robo de Felipe es de estos últimos: una estafa legal, a pesar de la minúscula escala en que fue cometido.
Ocurrió durante unas vacaciones en que lo acompañé al Norte a pasar veinte días en casa de sus padres.
Felipe y Germán, su hermano menor, eran como uña y carne. Germán sentía por Felipe una admiración casi enfermiza. Imitaba sus gestos, su manera de hablar, su risa. Era, se puede decir – aunque más alto, más buen mozo también, a pesar de algunas repugnantes espinillas de punta amarillenta y base rojiza -, una especie de versión en ocho milímetros de su hermano. Porque Felipe sí era auténtico, propio, era él.
De esta admiración, de la incondicionalidad del hermano menor, se valió Felipe para estafarme.
Evidentemente, el origen de todo fue una apuesta. Creo que sería del caso anotar entre paréntesis que no recuerdo haber ganado una sola apuesta en lo que llevo de vida.
Los tres éramos aprendices de ese difícil juego que es el ajedrez. Vale decir, sabíamos mover las piezas, conocíamos las reglas y poseíamos algunas vagas nociones de estrategia. Digo “aprendices” porque el ajedrez se parece a la vida: jamás se termina de aprender, se está aprendiendo siempre, en cada acto, en cada minuto, en la relación con cada nueva persona que nos sale al paso, en cada jugada. Y también en cada ataque. Éramos, pues, aprendices y casi todas las noches jugábamos dos o tres partidos. Una de esas veces, la última, Felipe dijo:
- Germán, dame las blancas y te apuesto a que te gano sin que me comas ni una pieza.
Nuestro aprendizaje iba en un grado más alto que para pensar en el mate pastor. Por lo tanto, con toda la razón a favor mío, dije:
- Es imposible.
- Te apuesto cien pesos a que es posible – dijo Felipe.
- ¿Incluyendo los peones? – pregunté.
- Incluyendo los peones.
- Apostados los cien pesos.
Y antes de comenzar el partido, Felipe y Germán se hablaron algo al oído.
Perdí la apuesta. Germán se dejó vencer sin tomar ni una sola de las piezas contrarias que en el desarrollo del juego se le fueron ofreciendo.
Pensé que se trataba de una broma producto de la soberbia de Felipe y que, por lo tanto, los cien pesos retornarían a mi bolsillo una vez satisfecha su vanidad. Pero ese dinero – que, en realidad me importaba menos que el acto en sí – nunca me fue devuelto. Al parecer, para Felipe había una ley bastante clara: las apuestas eran las apuestas. El juego es el juego: si se pierde se paga y si se gana se cobra, no importa cómo se haya ganado.
Pero aquello fue robo.
Más tarde vine a conocer las palabras que Felipe pronunció al oído de Germán cuando el juego iba a comenzar: “Déjate ganar así y te doy veinticinco pesos de los cien”.
Aquel día supe no sólo que me habían robado, sino también que para Felipe lo más importante era el dinero. El dios todopoderoso, el grande, símbolo de gloria y poder, palanca para conseguirlo todo, para comprar almas y cuerpos, ciudades, países y continentes, para regir y jamás ser sometido.
Fue, como ya dije, un choque; algo que me hizo tambalear, poner en la picota el orden de los valores, pero que pronto pasó a una región de olvido relativo – entre mis muchos defectos no tiene lugar el rencor – cuya última consecuencia no fue la ruptura de una amistad, sino apenas una leve trizadura. La primera.
Pero he aprendido también que las relaciones humanas pueden ser frágiles, tanto como el cristal. O más.
Y a un trozo de cristal trizado le aguarda por todas las leyes el destino de romperse al próximo golpe; y, por añadidura, es irreparable.
Sí. Era un ser ambicioso que se había propuesto férreamente hacer realidad todos sus sueños, a cualquier precio. Y sus sueños acaso no eran distintos de los míos, ni de los otros que compartieron aquella época: conocer el mundo, escudriñar la geografía, llegar alguna vez a ser famoso, adquirir a granel la información universal que suele mal llamarse cultura. Porque es usual creer que una persona culta es la que posee cantidades de conocimientos, la que puede opinar sobre pintura, decir una frase en griego, distinguir a Bach de Haendel, disertar sobre los orígenes del teatro, dar testimonios vivos sobre ciudades lejanas, sobre mares, haber conocido las catedrales de Europa y los museos. Qué persona tan culta. Cuánta cultura tiene. Qué gran desarrollo artístico e intelectual, como suelen decir hasta los diccionarios. Discutir y opinar con propiedad sobre las últimas películas, sobre Picasso, la dodecafonía, el “fluir de la conciencia”. Freud y el sexo gobernante. La relatividad... Falacias en torno a una palabra. ¡He conocido campesinos analfabetos, pescadores primitivos con más cultura que respetables médicos, que ciudadanos impecables, que lustrosos funcionarios de la gran burocracia! ¡La cultura de cuarenta personas que desde sus ventanas en la ciudad más civilizada del mundo, donde no faltan ni la televisión, ni el teléfono, ni la tostadora eléctrica, ni la reproducción estándar de un cuadro francés, han visto a un loco cometer un crimen, asesinar, sin mover un solo dedo, asesinar a una muchacha de la cuadra a cuchilladas, sin mover un dedo, declarando después alguno de ellos que al escuchar los gritos se levantó de su cama y fue hasta la ventana, desde donde se dio muy bien cuenta de que era un crimen lo que se estaba cometiendo, y que luego de ver volvió a la cama porque estaba muy cansado, y otros, un respetable matrimonio ya maduro, que ellos apagaron las luces para ver mejor aquellas escenas de violencia que seguramente no serían tan reales, tan magníficas – ¿por qué, pues, sorprender? – como las de cada noche en la televisión!... Un mapuche que sabe qué hacer del legado de sus ancestros, un pescador que puede solo tejer su red y ponerle a su choza el techo necesario para que no penetre la lluvia en el invierno son mucho, pero mucho más cultos.
Felipe tuvo la ambición y no tuvo paciencia. Ni siquiera esperó a rendir sus exámenes de primer año de Ingeniería, sino que aprovechó sin titubeos la grieta que le permitiría ver otra luz, dejar de ser un estudiante como cualquier otro para convertirse en pequeño comerciante con visos de ser grande: con la potencia desencadenándose en una serie de cualidades, de condiciones que deben poseer necesariamente todos aquellos que decidan dedicar su vida a correr tras la fortuna, si es que han de tener algún éxito.
Debido, pues, a que yo no compartía esa afición – ni tenía tampoco la aptitud – por las cosas mecánicas, por la comprensión de muchos fenómenos que aún hoy me son inexplicables, don Pedro se aficionó a Felipe, encontrando en él al compañero, al ayudante que yo no era. Y mientras ellos dos se encerraban en el increíble taller que don Pedro había montado en el patio trasero, yo prefería quemar las horas de aquellos domingos conversando con Lilian, peleando por menudencias, cantando a dúo trozos de comedias musicales que habíamos aprendido en el cine, amándonos de muy distintas formas. O caminando lentamente. ¡Eso sí que era ser dueño del mundo!... Pero creo haberlo dicho ya.
Quisiera sólo agregar, aunque ignoro por qué, que en aquella casa vivía mucha gente. Esto, porque era grande: una de esas viejas casonas de innumerables piezas que don Pedro, incapaz de llenarlas con su pequeña familia, arrendaba a otros parientes. Había, entonces, primos y tíos maternos y paternos de Lilian. La vida allí era curiosa. Resultaba difícil llegar a comprender a toda esa gente, sin conocerse demasiado, sin cambiar a veces más palabras que el saludo.
Y don Pedro parecía, más que nadie, vivir al margen de todo, porque lo que de su existencia no era consumido por el mundo de su negocio, lo era por su afición, por su amor a las máquinas, a los inventos mecánicos. Vivía también un tanto replegado en sus recuerdos de aquella vida que casi no podía creer que había sido capaz de vivir: aquella extraordinaria aventura en que para comer fue preciso hacer tantas cosas, hasta llegar a la ferretería. Pero había llegado y eso era lo importante. De lo que él más se preciaba. Sin nada al principio. Con un buen negocio ahora. Un excelente establecimiento producto del esfuerzo – solía hablar con Pedro algunas noches -, de su laboriosidad consciente y tenaz, de so sentido de la economía y, más que nada, de mucho, mucho sudor, de innumerables noches sin sueño, de amaneceres prematuros para caminar una hora hasta el trabajo y ahorra la tarifa del tranvía, de tardes ejerciendo una vocación que nunca tuvo, fabricando discursos, charlataneando en alguna esquina de San Diego para vender a precios de propaganda instrumentos cortavidrios, medias y desmanchadores “atómicos”... Don Pedro no se avergonzaba de lo que fue. ¿No era para enorgullecerse? Era para enorgullecerse, para llegar a fantásticas teorías sobre las posibilidades del hombre en este mundo. Es sólo cuestión de trabajo. No de suerte. No de circunstancias. De voluntad y talento. No de clase. Si no, ¿cómo él? Quien desea tener, tiene. Los demás, que se jodan, porque se lo merecen. Es una curiosa manera de pensar. Pero en el fondo no explica nada. Conocí, cuando estuve enfermo, a un excelente médico que tenía ideas similares. A veces, en la noche, cuando pasaba a mi pequeño cuarto del hospital, conversábamos largo. También él se enorgullecía de haber llegado a médico siendo hijo de un inquilino del sur. Era el suyo un caso loable de ambición y esfuerzo. Pero tampoco explicaba nada. No es, a mi modo de ver, cuestión de voluntad y talento, ni de esfuerzo. ¡Que me explique alguien por qué unos nacen dueños ya de todo y otros dueños de nada! Nunca lo he podido entender. No supo aclarármelo don Pedro, aunque muchos lo vieron transpirar y agotar su paciencia en sus intentos y hasta gritarme, una noche, que no había que ser huevón. Lo dijo mientras comíamos y Lilian se puso roja. Lo dijo también dando un golpe en la mesa y lanzando el tenedor a cierta distancia, sin considerar la presencia de otras personas.
Porque don Pedro, el buscavidas, el hombre que se levantó solo desde lo más bajo hasta la dignidad, siguió siendo siempre un ser algo primitivo en sus reacciones y en su manera de vivir. No quiso engrosar la fila cada día creciente de los nuevos ricos y no se preocupó de cambiar coche todos los años, ni de tener le traje adecuado para cada ocasión. Cuando quiso decir algo, lo dijo con todas sus letras, sin pelos en la lengua. Y así fue con todos, sin distinciones de ninguna índole. Por eso terminó aquella comida asegurando que yo era incapaz de entender nada y que su hija se merecía algo mejor, Felipe sí que valía la pena. Yo no tomé la cosa demasiado a pecho, sólo que no quise mirar a Lilian y callé...
En fin, si he querido decir que don Pedro, por su vida era un hombre bastante primitivo – resultaba anacrónico su fumoir - es para que queden más en claro las razones que una tarde, habiéndose recién bajado del bus en la puerta del colegio, para visitar a su hija enferma, lo impulsaron a detenerse, con su esposa colgada al brazo, frente al pabellón de cuyas ventanas escapaban grandes llamaradas, y decir, con su voz ronca:
- ¡Qué lindo, carajo! ¡Qué bonito!
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Con el tiempo – digo “tiempo” como si se tratase de años, cuando en realidad habían transcurrido sólo meses: en la adolescencia todo parece acontecer tan rápido, o tal vez es más tarde que lo vemos así -, con el tiempo don Pedro me tomó simpatía.
Yo sabía escucharlo.
Y me gustaba escucharlo. Oírlo hablar, concentrarse en el recuerdo de su ajetreada juventud de trotamundos. Porque sí había sido un trotamundos, no, un aventurero de sangre; un aventurero de azar cuyas correrías jamás se debieron a la búsqueda de emociones violentas, sino a la imperiosa necesidad de sustentarse que pueda tener un niño de trece años cuyos padres han muerto poco después de radicarse en un país extranjero del que ignora el idioma y en el cual no sólo no tiene nada sino tampoco a nadie, ni familiares, ni amigos; un niño del sur de Italia que se ve trasplantado al Ecuador, donde se va desintegrando su núcleo humano, ya que sus dos hermanos se van también cada cual para su lado hasta que un día – lejano por cierto – el azar, también, vuelve a juntarlos en un país mucho más austral donde han decidido echar raíces, cada uno por sus particulares motivos...
Pero don Pedro llegó a sentir inclinación notoriamente mayor por Felipe y ello se debió, seguramente, a una identidad de gustos y aficiones entre ambos para la cual yo no era más que un extraño.
Don Pedro era un maestro de la mecánica y Felipe un buen aficionado. A veces, durante esos largos domingos que solíamos pasar en la casa, mientras yo discutía mis asuntos con Lilian, ellos dos, engrasados hasta las narices, quemaban las horas armando y desarmando motores eléctricos, fabricando piezas en el torno del pequeño taller, hablando de lo que se podía hacer con tal o cual elemento. Ambos tenían el sello inconfundible de los inventores, cerebros de ingeniero, y acaso hubieran, dadas otras condiciones, rendido frutos importantes en estos terrenos.
Pero don Pedro nunca tuvo la oportunidad de estudiar de manera sistematizada: él aprendió durante largos años – toda su vida – en la escuela de la práctica, con las únicas armas de su inteligencia y su potente imaginación, y ayudándose de manuales prácticos que asimiló y superó con creces.
Felipe, en cambio, sí tuvo la oportunidad, esa oportunidad que en manos de don Pedro no habría sido desaprovechada. Tuvo la oportunidad, pero le faltó la pasión. Tal vez por eso, ante la disyuntiva que en un momento se le presentó, optó por el camino más rápido. El que antes pudiera llevarlo a su meta, a lo que para él representaba el éxito: el dinero.
Aprendemos de niños que existen el bien y el mal y que son fuerzas antagónicas; que debemos abrazar el bien y alejarnos del mal; que el bien será recompensado y el mal castigado severamente. Y aprendemos que el robo es una de las múltiples formas que puede adoptar el mal. Por eso no robamos. Por eso condenamos a quienes roban y los alejamos de nosotros.
Fue el primer choque violento que tuve en mi amistad con Felipe: cuando me robó.
Pero hay distintas maneras de robar.
A menudo se escucha decir a la gente que tal o cual pobre infeliz robó por hambre, lo cual es menos reprobable, y que por ello sufrió una condena desproporcional a su delito (“¡Cinco años de prisión a un pobre diablo que hurtó una gallina!” Un diario lo decía). En cambio hay otros robos que suelen no encontrar el castigo que merecen; los cometidos, por ejemplo, por quienes adulteran el aceite comestible para ganar más, arriesgando la vida de toda una población (menciono el caso porque precisamente fue lo que ocurrió en aquellos días), por quienes retienen mercaderías antes de que suban los precios, que es lo que ocurre ahora y seguirá ocurriendo hasta que alguien, algo, alguna fuerza, ponga orden en esta caótica sociedad. Y hay todavía otra categoría que podríamos tildar, amén de la paradoja, de “robos legales”.
El robo de Felipe es de estos últimos: una estafa legal, a pesar de la minúscula escala en que fue cometido.
Ocurrió durante unas vacaciones en que lo acompañé al Norte a pasar veinte días en casa de sus padres.
Felipe y Germán, su hermano menor, eran como uña y carne. Germán sentía por Felipe una admiración casi enfermiza. Imitaba sus gestos, su manera de hablar, su risa. Era, se puede decir – aunque más alto, más buen mozo también, a pesar de algunas repugnantes espinillas de punta amarillenta y base rojiza -, una especie de versión en ocho milímetros de su hermano. Porque Felipe sí era auténtico, propio, era él.
De esta admiración, de la incondicionalidad del hermano menor, se valió Felipe para estafarme.
Evidentemente, el origen de todo fue una apuesta. Creo que sería del caso anotar entre paréntesis que no recuerdo haber ganado una sola apuesta en lo que llevo de vida.
Los tres éramos aprendices de ese difícil juego que es el ajedrez. Vale decir, sabíamos mover las piezas, conocíamos las reglas y poseíamos algunas vagas nociones de estrategia. Digo “aprendices” porque el ajedrez se parece a la vida: jamás se termina de aprender, se está aprendiendo siempre, en cada acto, en cada minuto, en la relación con cada nueva persona que nos sale al paso, en cada jugada. Y también en cada ataque. Éramos, pues, aprendices y casi todas las noches jugábamos dos o tres partidos. Una de esas veces, la última, Felipe dijo:
- Germán, dame las blancas y te apuesto a que te gano sin que me comas ni una pieza.
Nuestro aprendizaje iba en un grado más alto que para pensar en el mate pastor. Por lo tanto, con toda la razón a favor mío, dije:
- Es imposible.
- Te apuesto cien pesos a que es posible – dijo Felipe.
- ¿Incluyendo los peones? – pregunté.
- Incluyendo los peones.
- Apostados los cien pesos.
Y antes de comenzar el partido, Felipe y Germán se hablaron algo al oído.
Perdí la apuesta. Germán se dejó vencer sin tomar ni una sola de las piezas contrarias que en el desarrollo del juego se le fueron ofreciendo.
Pensé que se trataba de una broma producto de la soberbia de Felipe y que, por lo tanto, los cien pesos retornarían a mi bolsillo una vez satisfecha su vanidad. Pero ese dinero – que, en realidad me importaba menos que el acto en sí – nunca me fue devuelto. Al parecer, para Felipe había una ley bastante clara: las apuestas eran las apuestas. El juego es el juego: si se pierde se paga y si se gana se cobra, no importa cómo se haya ganado.
Pero aquello fue robo.
Más tarde vine a conocer las palabras que Felipe pronunció al oído de Germán cuando el juego iba a comenzar: “Déjate ganar así y te doy veinticinco pesos de los cien”.
Aquel día supe no sólo que me habían robado, sino también que para Felipe lo más importante era el dinero. El dios todopoderoso, el grande, símbolo de gloria y poder, palanca para conseguirlo todo, para comprar almas y cuerpos, ciudades, países y continentes, para regir y jamás ser sometido.
Fue, como ya dije, un choque; algo que me hizo tambalear, poner en la picota el orden de los valores, pero que pronto pasó a una región de olvido relativo – entre mis muchos defectos no tiene lugar el rencor – cuya última consecuencia no fue la ruptura de una amistad, sino apenas una leve trizadura. La primera.
Pero he aprendido también que las relaciones humanas pueden ser frágiles, tanto como el cristal. O más.
Y a un trozo de cristal trizado le aguarda por todas las leyes el destino de romperse al próximo golpe; y, por añadidura, es irreparable.
Sí. Era un ser ambicioso que se había propuesto férreamente hacer realidad todos sus sueños, a cualquier precio. Y sus sueños acaso no eran distintos de los míos, ni de los otros que compartieron aquella época: conocer el mundo, escudriñar la geografía, llegar alguna vez a ser famoso, adquirir a granel la información universal que suele mal llamarse cultura. Porque es usual creer que una persona culta es la que posee cantidades de conocimientos, la que puede opinar sobre pintura, decir una frase en griego, distinguir a Bach de Haendel, disertar sobre los orígenes del teatro, dar testimonios vivos sobre ciudades lejanas, sobre mares, haber conocido las catedrales de Europa y los museos. Qué persona tan culta. Cuánta cultura tiene. Qué gran desarrollo artístico e intelectual, como suelen decir hasta los diccionarios. Discutir y opinar con propiedad sobre las últimas películas, sobre Picasso, la dodecafonía, el “fluir de la conciencia”. Freud y el sexo gobernante. La relatividad... Falacias en torno a una palabra. ¡He conocido campesinos analfabetos, pescadores primitivos con más cultura que respetables médicos, que ciudadanos impecables, que lustrosos funcionarios de la gran burocracia! ¡La cultura de cuarenta personas que desde sus ventanas en la ciudad más civilizada del mundo, donde no faltan ni la televisión, ni el teléfono, ni la tostadora eléctrica, ni la reproducción estándar de un cuadro francés, han visto a un loco cometer un crimen, asesinar, sin mover un solo dedo, asesinar a una muchacha de la cuadra a cuchilladas, sin mover un dedo, declarando después alguno de ellos que al escuchar los gritos se levantó de su cama y fue hasta la ventana, desde donde se dio muy bien cuenta de que era un crimen lo que se estaba cometiendo, y que luego de ver volvió a la cama porque estaba muy cansado, y otros, un respetable matrimonio ya maduro, que ellos apagaron las luces para ver mejor aquellas escenas de violencia que seguramente no serían tan reales, tan magníficas – ¿por qué, pues, sorprender? – como las de cada noche en la televisión!... Un mapuche que sabe qué hacer del legado de sus ancestros, un pescador que puede solo tejer su red y ponerle a su choza el techo necesario para que no penetre la lluvia en el invierno son mucho, pero mucho más cultos.
Felipe tuvo la ambición y no tuvo paciencia. Ni siquiera esperó a rendir sus exámenes de primer año de Ingeniería, sino que aprovechó sin titubeos la grieta que le permitiría ver otra luz, dejar de ser un estudiante como cualquier otro para convertirse en pequeño comerciante con visos de ser grande: con la potencia desencadenándose en una serie de cualidades, de condiciones que deben poseer necesariamente todos aquellos que decidan dedicar su vida a correr tras la fortuna, si es que han de tener algún éxito.
Debido, pues, a que yo no compartía esa afición – ni tenía tampoco la aptitud – por las cosas mecánicas, por la comprensión de muchos fenómenos que aún hoy me son inexplicables, don Pedro se aficionó a Felipe, encontrando en él al compañero, al ayudante que yo no era. Y mientras ellos dos se encerraban en el increíble taller que don Pedro había montado en el patio trasero, yo prefería quemar las horas de aquellos domingos conversando con Lilian, peleando por menudencias, cantando a dúo trozos de comedias musicales que habíamos aprendido en el cine, amándonos de muy distintas formas. O caminando lentamente. ¡Eso sí que era ser dueño del mundo!... Pero creo haberlo dicho ya.
Quisiera sólo agregar, aunque ignoro por qué, que en aquella casa vivía mucha gente. Esto, porque era grande: una de esas viejas casonas de innumerables piezas que don Pedro, incapaz de llenarlas con su pequeña familia, arrendaba a otros parientes. Había, entonces, primos y tíos maternos y paternos de Lilian. La vida allí era curiosa. Resultaba difícil llegar a comprender a toda esa gente, sin conocerse demasiado, sin cambiar a veces más palabras que el saludo.
Y don Pedro parecía, más que nadie, vivir al margen de todo, porque lo que de su existencia no era consumido por el mundo de su negocio, lo era por su afición, por su amor a las máquinas, a los inventos mecánicos. Vivía también un tanto replegado en sus recuerdos de aquella vida que casi no podía creer que había sido capaz de vivir: aquella extraordinaria aventura en que para comer fue preciso hacer tantas cosas, hasta llegar a la ferretería. Pero había llegado y eso era lo importante. De lo que él más se preciaba. Sin nada al principio. Con un buen negocio ahora. Un excelente establecimiento producto del esfuerzo – solía hablar con Pedro algunas noches -, de su laboriosidad consciente y tenaz, de so sentido de la economía y, más que nada, de mucho, mucho sudor, de innumerables noches sin sueño, de amaneceres prematuros para caminar una hora hasta el trabajo y ahorra la tarifa del tranvía, de tardes ejerciendo una vocación que nunca tuvo, fabricando discursos, charlataneando en alguna esquina de San Diego para vender a precios de propaganda instrumentos cortavidrios, medias y desmanchadores “atómicos”... Don Pedro no se avergonzaba de lo que fue. ¿No era para enorgullecerse? Era para enorgullecerse, para llegar a fantásticas teorías sobre las posibilidades del hombre en este mundo. Es sólo cuestión de trabajo. No de suerte. No de circunstancias. De voluntad y talento. No de clase. Si no, ¿cómo él? Quien desea tener, tiene. Los demás, que se jodan, porque se lo merecen. Es una curiosa manera de pensar. Pero en el fondo no explica nada. Conocí, cuando estuve enfermo, a un excelente médico que tenía ideas similares. A veces, en la noche, cuando pasaba a mi pequeño cuarto del hospital, conversábamos largo. También él se enorgullecía de haber llegado a médico siendo hijo de un inquilino del sur. Era el suyo un caso loable de ambición y esfuerzo. Pero tampoco explicaba nada. No es, a mi modo de ver, cuestión de voluntad y talento, ni de esfuerzo. ¡Que me explique alguien por qué unos nacen dueños ya de todo y otros dueños de nada! Nunca lo he podido entender. No supo aclarármelo don Pedro, aunque muchos lo vieron transpirar y agotar su paciencia en sus intentos y hasta gritarme, una noche, que no había que ser huevón. Lo dijo mientras comíamos y Lilian se puso roja. Lo dijo también dando un golpe en la mesa y lanzando el tenedor a cierta distancia, sin considerar la presencia de otras personas.
Porque don Pedro, el buscavidas, el hombre que se levantó solo desde lo más bajo hasta la dignidad, siguió siendo siempre un ser algo primitivo en sus reacciones y en su manera de vivir. No quiso engrosar la fila cada día creciente de los nuevos ricos y no se preocupó de cambiar coche todos los años, ni de tener le traje adecuado para cada ocasión. Cuando quiso decir algo, lo dijo con todas sus letras, sin pelos en la lengua. Y así fue con todos, sin distinciones de ninguna índole. Por eso terminó aquella comida asegurando que yo era incapaz de entender nada y que su hija se merecía algo mejor, Felipe sí que valía la pena. Yo no tomé la cosa demasiado a pecho, sólo que no quise mirar a Lilian y callé...
En fin, si he querido decir que don Pedro, por su vida era un hombre bastante primitivo – resultaba anacrónico su fumoir - es para que queden más en claro las razones que una tarde, habiéndose recién bajado del bus en la puerta del colegio, para visitar a su hija enferma, lo impulsaron a detenerse, con su esposa colgada al brazo, frente al pabellón de cuyas ventanas escapaban grandes llamaradas, y decir, con su voz ronca:
- ¡Qué lindo, carajo! ¡Qué bonito!
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