Capítulo VI
*Nota: Esta narración NO ES de mi autoría*
Imaginemos a una mujer aún joven que a la muerte de su esposo (ocurrida en el extranjero) recibe como única herencia una modesta casa en la calle Recoleta, en la cual ha estado funcionando un kinder, y cierta escasa suma de dinero; que, percibiendo tan sólo el valor del arriendo de esta casita, decide que será la dueña del colegio y, con parte de la magra cantidad, logra comprarlo, convirtiéndose así en su propietaria y directora; que con el resto del dinero amplía un tanto su local, lo arregla, contrata profesores e inicia las preparatorias; imaginemos también que le cuesta años de sacrificio y sudor lograr un casi perfecto equilibrio económico que le permita pensar que ya podrá, cuando llegue el momento, enviar a su hijo Jack a estudiar en Oxford, años de trabajo sin tregua, de peligro, de secretos sufrimientos, años en que ni siquiera habrá tenido ocasión de pensar en sí misma, de rehacer su vida truncada aceptando a aquel joven profesional que se ha enamorado perdidamente de ella; que aprovechando ciertas disposiciones que un gobierno ha decretado para favorecer a la enseñanza particular mediante subvenciones, vende su local, corriendo nuevos riesgos, sacrificando tardes y tardes en el Ministerio y otras oficinas en que también es preciso hacer largas colas, esperar hasta el agotamiento nervioso, en un país donde las cosas, después de todo se consiguen, pero a fuerza a veces de aumentar las canas, otras de hacer una sonrisa hipócrita y las más, con una tarjetita de algún ser influyente, un parlamentario, por ejemplo, ante la cual difícilmente se cierra una puerta y que lo vende para comprar en un buen barrio, Providencia, digamos, una mansión donde su labor educativa se extenderá a la enseñanza secundaria, donde se formarán futuros bachilleres que irán a enriquecer el patrimonio profesional de esa tierra que no es la de ella, pero que la ha acogido con tanto calor (y a la cual hay que darle algo también), donde podrá mantener un internado, ayudando así a solucionar los problemas de muchos hogares; que años más tarde, consolidado ya el prestigio del nuevo plantel, decide que sobran habitaciones y que nada hay de malo en aportar una ayuda al problema de la vivienda aceptando algunos pensionistas – no cualesquiera, desde luego, sólo jóvenes universitarios o empleados muy serios – mientras no crezca el número de los internos; en suma, que ha volcado toda su vida, sus anhelos, su pasión, en la ambición de llegar a tener un gran colegio y cuyo sueño está muy cerca de convertirse en realidad.
Imaginémosla ya de cierta edad, con el cabello acaso blanqueando y una lucecilla de íntima satisfacción en las pupilas que no logra ocultar ciertos dejos de tristeza tras los lentes de fino marco dorado, sentada ella frente a un gran escritorio de ébano cubierto de muchos papeles en desorden, atendiendo alguno de los múltiples asuntos que se le presentan a diario, resolviendo acaso alguno de los difíciles problemas que, si no a diario, se suceden al menos con regular frecuencia, problemas que en otra persona menos templada podrían ocasionar estados nerviosos, amargura o incluso desesperación, pero que ella afronta con serenidad, fríamente, como deben afrontarse los problemas.
Imaginémosla, por ejemplo, sentada, tal como la hemos descrito, frente a un joven moreno de cabello desgreñado que viste un pantalón de mezclilla y un ordinario suéter de cuello subido y que permanece de pie, con las manos cruzadas atrás.
- Si no, señora – le asegura.
- No me venga con que no, jovencito. ¡Sé perfectamente que sí!
En este punto podríamos preguntarnos cómo lo sabe. La respuesta no debe ser difícil: una de las criadas, Teresita, le ha pasado el dato al oído, y lo ha hecho precisamente cumpliendo con una de las funciones específicas que le fueron asignadas cuando se hubo ganado la confianza de su magnífica patrona: tenerla siempre al tanto de lo que ocurre tras bastidores. De lo que se habla. De lo que se hace.
- Si no fui yo, señora – puede insistir el joven, inmóvil desde su sitio.
- ¡Déjese de cosas, Floridor! Yo lo sé. Tengo pruebas.
Y preguntémonos ahora qué es lo que se precia de saber.
Lo hemos aprendido también por Teresita, quien, amén de “agente confidencial”, es dueña de una lengua activa y suculenta. Sabe que Floridor, el mozo, suele dormir con una de las internas cuyo nombre es preferible callar. Tal vez le sea difícil como a nosotros creerlo. Y no porque pertenezca él al bajo pueblo – ignorante, sucio, elemental – y ella, en cambio, a una familia de cierto rango, sino por una razón muy distinta, porque ella – no él, ella - es de una fealdad verdaderamente abismante. Resulta curioso entonces que ese joven por quien la misma Teresita o alguna de las otras criadas podría estar loca, se dedique a seducir a una rara mujer de abundante y desproporcionado busto, con la cara permanentemente llena de granitos. ¿O fue ella quien lo sedujo? Todo lo que al respecto pudiéramos decir no pasaría de ser mera especulación.
Pero no desviemos nuestra atención de la señora.
Se encuentra ella ante un hecho consumado y muy concreto: diga lo que diga Floridor, aquella joven está embarazada. Un problema endiablado cuya solución no puede hacerse esperar.
¿Qué hacer en semejante caso? Despedir a Floridor sería la primera medida razonable, a pesar de que es tan difícil encontrar mozos trabajadores. ¿Pero qué hace luego si la joven, en ausencia de su Adonis, comienza a empalidecer, a perder el apetito y el sueño, como es frecuente que ocurra? ¿Traer nuevamente a Floridor? Tal vez, si es que él está dispuesto a aceptar tanto ajetreo. ¿Y respecto a lo otro? ¿Llamar a los padres y exponerles la situación claramente? Asunto delicado y de imprevisibles consecuencias. ¿Confiarle tal vez el caso a ese estudiante de medicina que tiene como pensionista? Inconveniente. Las noticias se divulgan y cuando han empezado a correr de boca en boca no hay quién ni qué las ataje. No. Se trata de algo estrictamente personal que ella misma, ella sola, deberá resolver, como tantas otras veces en la vida ha tenido que hacerlo frente a problemas verdaderos.
Imaginémosla ahora diciendo a ese joven Floridor que se retire y mantenga reserva, que ella verá lo que se hace. Y luego, nuevamente sola en su despacho (a cuya puerta, por el exterior, se halla adherida una brillante placa de bronce con la palabra “dirección” en esmaltado negro), buscando en su libreta las señas de un viejo amigo, un doctor que acaso quiera sacarla de este atolladero. Seguramente querrá, porque no puede haber olvidado tanto.
Pero también, cuando la veamos una tarde subir en su Dodge con la muchacha en cuestión, dejemos que prevalezca en nosotros un claro espíritu de justicia e imaginémosla entonces, al rememorar estas escenas, haciendo esto con un nobilísimo propósito: no permitir, por nada del mundo, que una mancha vaya a caer sobre el nombre del colegio; es decir, justifiquemos el riesgo que corre - ¿no podría ocurrirle algo a la joven durante la operación? -, aludiendo a las más puras razones pedagógicas.
Y no se vaya a pensar que sólo por desatar la lengua – o la pluma – digo cosas que acaso nunca debieran ser dichas. Si he pedido que a la señora de la imagine frente a estas pequeñas circunstancias, es debido a un único fin que me guía: que se comprenda mejor su desesperación sin límites durante los críticos instantes en que, sudorosa, saliendo al patio en loca carrera después de la visita al dormitorio de Lilian, y mientras avanza la acción devastadora del fuego, escucha del inspector De la Jara las palabras:
- Jorge Pereira está encerrado ahí. ¡No quiere salir!
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Imaginemos a una mujer aún joven que a la muerte de su esposo (ocurrida en el extranjero) recibe como única herencia una modesta casa en la calle Recoleta, en la cual ha estado funcionando un kinder, y cierta escasa suma de dinero; que, percibiendo tan sólo el valor del arriendo de esta casita, decide que será la dueña del colegio y, con parte de la magra cantidad, logra comprarlo, convirtiéndose así en su propietaria y directora; que con el resto del dinero amplía un tanto su local, lo arregla, contrata profesores e inicia las preparatorias; imaginemos también que le cuesta años de sacrificio y sudor lograr un casi perfecto equilibrio económico que le permita pensar que ya podrá, cuando llegue el momento, enviar a su hijo Jack a estudiar en Oxford, años de trabajo sin tregua, de peligro, de secretos sufrimientos, años en que ni siquiera habrá tenido ocasión de pensar en sí misma, de rehacer su vida truncada aceptando a aquel joven profesional que se ha enamorado perdidamente de ella; que aprovechando ciertas disposiciones que un gobierno ha decretado para favorecer a la enseñanza particular mediante subvenciones, vende su local, corriendo nuevos riesgos, sacrificando tardes y tardes en el Ministerio y otras oficinas en que también es preciso hacer largas colas, esperar hasta el agotamiento nervioso, en un país donde las cosas, después de todo se consiguen, pero a fuerza a veces de aumentar las canas, otras de hacer una sonrisa hipócrita y las más, con una tarjetita de algún ser influyente, un parlamentario, por ejemplo, ante la cual difícilmente se cierra una puerta y que lo vende para comprar en un buen barrio, Providencia, digamos, una mansión donde su labor educativa se extenderá a la enseñanza secundaria, donde se formarán futuros bachilleres que irán a enriquecer el patrimonio profesional de esa tierra que no es la de ella, pero que la ha acogido con tanto calor (y a la cual hay que darle algo también), donde podrá mantener un internado, ayudando así a solucionar los problemas de muchos hogares; que años más tarde, consolidado ya el prestigio del nuevo plantel, decide que sobran habitaciones y que nada hay de malo en aportar una ayuda al problema de la vivienda aceptando algunos pensionistas – no cualesquiera, desde luego, sólo jóvenes universitarios o empleados muy serios – mientras no crezca el número de los internos; en suma, que ha volcado toda su vida, sus anhelos, su pasión, en la ambición de llegar a tener un gran colegio y cuyo sueño está muy cerca de convertirse en realidad.
Imaginémosla ya de cierta edad, con el cabello acaso blanqueando y una lucecilla de íntima satisfacción en las pupilas que no logra ocultar ciertos dejos de tristeza tras los lentes de fino marco dorado, sentada ella frente a un gran escritorio de ébano cubierto de muchos papeles en desorden, atendiendo alguno de los múltiples asuntos que se le presentan a diario, resolviendo acaso alguno de los difíciles problemas que, si no a diario, se suceden al menos con regular frecuencia, problemas que en otra persona menos templada podrían ocasionar estados nerviosos, amargura o incluso desesperación, pero que ella afronta con serenidad, fríamente, como deben afrontarse los problemas.
Imaginémosla, por ejemplo, sentada, tal como la hemos descrito, frente a un joven moreno de cabello desgreñado que viste un pantalón de mezclilla y un ordinario suéter de cuello subido y que permanece de pie, con las manos cruzadas atrás.
- Si no, señora – le asegura.
- No me venga con que no, jovencito. ¡Sé perfectamente que sí!
En este punto podríamos preguntarnos cómo lo sabe. La respuesta no debe ser difícil: una de las criadas, Teresita, le ha pasado el dato al oído, y lo ha hecho precisamente cumpliendo con una de las funciones específicas que le fueron asignadas cuando se hubo ganado la confianza de su magnífica patrona: tenerla siempre al tanto de lo que ocurre tras bastidores. De lo que se habla. De lo que se hace.
- Si no fui yo, señora – puede insistir el joven, inmóvil desde su sitio.
- ¡Déjese de cosas, Floridor! Yo lo sé. Tengo pruebas.
Y preguntémonos ahora qué es lo que se precia de saber.
Lo hemos aprendido también por Teresita, quien, amén de “agente confidencial”, es dueña de una lengua activa y suculenta. Sabe que Floridor, el mozo, suele dormir con una de las internas cuyo nombre es preferible callar. Tal vez le sea difícil como a nosotros creerlo. Y no porque pertenezca él al bajo pueblo – ignorante, sucio, elemental – y ella, en cambio, a una familia de cierto rango, sino por una razón muy distinta, porque ella – no él, ella - es de una fealdad verdaderamente abismante. Resulta curioso entonces que ese joven por quien la misma Teresita o alguna de las otras criadas podría estar loca, se dedique a seducir a una rara mujer de abundante y desproporcionado busto, con la cara permanentemente llena de granitos. ¿O fue ella quien lo sedujo? Todo lo que al respecto pudiéramos decir no pasaría de ser mera especulación.
Pero no desviemos nuestra atención de la señora.
Se encuentra ella ante un hecho consumado y muy concreto: diga lo que diga Floridor, aquella joven está embarazada. Un problema endiablado cuya solución no puede hacerse esperar.
¿Qué hacer en semejante caso? Despedir a Floridor sería la primera medida razonable, a pesar de que es tan difícil encontrar mozos trabajadores. ¿Pero qué hace luego si la joven, en ausencia de su Adonis, comienza a empalidecer, a perder el apetito y el sueño, como es frecuente que ocurra? ¿Traer nuevamente a Floridor? Tal vez, si es que él está dispuesto a aceptar tanto ajetreo. ¿Y respecto a lo otro? ¿Llamar a los padres y exponerles la situación claramente? Asunto delicado y de imprevisibles consecuencias. ¿Confiarle tal vez el caso a ese estudiante de medicina que tiene como pensionista? Inconveniente. Las noticias se divulgan y cuando han empezado a correr de boca en boca no hay quién ni qué las ataje. No. Se trata de algo estrictamente personal que ella misma, ella sola, deberá resolver, como tantas otras veces en la vida ha tenido que hacerlo frente a problemas verdaderos.
Imaginémosla ahora diciendo a ese joven Floridor que se retire y mantenga reserva, que ella verá lo que se hace. Y luego, nuevamente sola en su despacho (a cuya puerta, por el exterior, se halla adherida una brillante placa de bronce con la palabra “dirección” en esmaltado negro), buscando en su libreta las señas de un viejo amigo, un doctor que acaso quiera sacarla de este atolladero. Seguramente querrá, porque no puede haber olvidado tanto.
Pero también, cuando la veamos una tarde subir en su Dodge con la muchacha en cuestión, dejemos que prevalezca en nosotros un claro espíritu de justicia e imaginémosla entonces, al rememorar estas escenas, haciendo esto con un nobilísimo propósito: no permitir, por nada del mundo, que una mancha vaya a caer sobre el nombre del colegio; es decir, justifiquemos el riesgo que corre - ¿no podría ocurrirle algo a la joven durante la operación? -, aludiendo a las más puras razones pedagógicas.
Y no se vaya a pensar que sólo por desatar la lengua – o la pluma – digo cosas que acaso nunca debieran ser dichas. Si he pedido que a la señora de la imagine frente a estas pequeñas circunstancias, es debido a un único fin que me guía: que se comprenda mejor su desesperación sin límites durante los críticos instantes en que, sudorosa, saliendo al patio en loca carrera después de la visita al dormitorio de Lilian, y mientras avanza la acción devastadora del fuego, escucha del inspector De la Jara las palabras:
- Jorge Pereira está encerrado ahí. ¡No quiere salir!
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