Capítulo VIII
*Nota: Esta narración NO ES de mi autoría*
Acaso la época en que Lilian y yo compartimos los días, sea la más feliz que recuerdo. Por entonces, todos los otros factores que constituyen la vida parecían no existir. O estaban, al menos, muy relegados al patio trasero. Vivíamos el uno del otro y el uno para el otro. Como en un estado de locura, de permanente frenesí. Era distinto, casi mágico, el cristal a través del cual se contemplaba el acontecer cotidiano. Un árbol en cuyo tronco se había grabado a cortaplumas un corazón, el escaño de una plazoleta, un jardín espeso de flores y plantas, la canción escuchada bebiendo un café una mañana de sol, la cordillera nevada, las calles diáfanas después de la lluvia, la discusión en el anochecer de Pedro de Valdivia, la brisa suave y tibia con que al llegar nos impacta la primavera, todo, casa cosa, por muy simple, cada elemento, cada pequeño acto, nos unían, nos anudaban más, íbanse cristalizando en nuestras memorias y ya nunca conocerían el olvido. Es un curioso estado que todos han de vivir, supongo. Compadezco a quienes nunca lo conocieron. Y acaso envidie a quienes queman en él su existencia, a los que siguen siendo y no dejarán de ser adolescentes. Felices ellos, porque nunca, nunca volverá a ser igual... Para mí fue una especie de sueño: antes de que entre ambos brotara el amor las cosas habían sido muy distintas. Después que el amor se quebró, también lo fueron.
Pensamos en alguna etapa que el verdadero amor y el sexo son cosas muy separadas. Que nada tienen que ver entre sí. Y nuestros ardores se dirigen a las personas que más lejos pueden estar de nuestros sentimientos. A las domésticas, a las empleadas de fuentes de soda. O a las putas. Pero no se nos pasa por la mente terminar con la virginidad de la muchachita burguesa que nos tiene profundamente enamorados. Ella es para el pololeo inocente, para el matrimonio, después. Y al matrimonio deben las mujeres llegar puras. Si por algún morboso giro de las imágenes visualizamos a la Dulcinea al masturbarnos, sentimos después que la conciencia se nos llena de vergüenza y un afecto piadoso hacia ella nos invade. Ellas no son para el sexo, sino para la pureza, porque sexo y pecado, sexo y mal corren juntos, se nos ha dicho siempre. Son las ideas que nos deforman desde que adquirimos uso de razón. O desde antes. Las que crean hombres incompletos y mujeres que jamás podrán amar sin temor, con libertad, para quienes estará pesando siempre la potencialidad de un inefable castigo; la vergüenza. O el remordimiento.
Antes de Lilian el amor estuvo parcelado. Ella significó el descubrimiento, el ascenso verdadero hacia la región de los dioses, hasta la integridad de una relación que no se atrevió a excluir ni la ternura, ni la violencia, ni la vergüenza del fracaso. Fue la tranquilidad de poseer y la inquietud, el temor de perder lo que se tiene. Significó por una vez la ilusión del amor, el anhelo irrefrenable y desesperado de eternizarlo.
Después, en cambio, no volví a creer en el amor. Porque nunca vino en la misma forma. Porque no volvió a tener inocencia. Porque nunca perduró.
Y porque había aprendido algo nuevo. Que nada es eterno. Que la palabra “siempre” es una falacia. Se puede amar muchas veces. O pocas. >O menos que pocas y más que muchas. Pero ya se sabe, porque la primera vez lo enseña, que todo amor lleva como meta su sepultura. Más tarde o más temprano. Generalmente más temprano, si es que en su desarrollo no llegan a alzarse poderosos obstáculos.
Solíamos sostener con firmeza y convicción que en un futuro prudente nos íbamos a casar. Para algunos esto no pasaba de ser una sarta de chifladuras, de leseras de juventud. Querían desalentarnos, asegurando que casarse jóvenes era el plan de toda pareja no iniciada, que era un estupidez. Trataban de hacernos creer que el amor adolescente, por violento que pueda tornarse, nunca es profundo. O se limitaban a sonreír incrédulamente, con cierta condescendencia.
Pero nosotros persistíamos. Nos aferrábamos a nuestra ilusión. Y nos estimulaba el hecho de que Varela creyera en nosotros. Que no me preocupara de lo que dijesen, que me guiara siempre por mí mismo aunque a la gente no le gustara, que nos casáramos si queríamos casarnos. Esos eran sus consejos. Tal vez habrá dejado ya de ser un idealista.
Felipe, en cambio, con su sonrisita, me dijo una vez:
- Diez mil pesos a que no te casas con Lilian. Apuesta a largo plazo.
Habíamos bebido varias cervezas con Pereira y yo, en mi exaltación, ¡qué dudas podía tener!, le respondí sin vacilaciones que sí, que los diez mil pesos estaban apostados. ¡A largo plazo!
Creo ahora – no estoy seguro, pero creo – que ya por entonces Felipe conocía mejor que yo la respuesta a esa interrogante. Que tenía sus planes bien trazados. Porque algo que yo no supe debió ocurrir durante aquel baile de disfraces que organizaron las profesoras, los pensionistas y los alumnos mayores para celebrar el aniversario del colegio.
Mrs. Conn, chispeante como la champaña de su copa, hizo un brindis por la salud y la felicidad de todos y, después de pasearse por la gran sala, e sobrio negro, hablando con unos y con otros, se retiró dignamente. Que se divirtieran los jóvenes. Ella no estaba ya para esos trajines.
Algo pareció cambiar cuando se fue. Como si al unísono todos los que allí se encontraban hubiesen expirado el aire largamente aprisionado en los pulmones.
Vino la música. Vaqueros, piratas y arlequines comenzaron a bailar con reinas, hadas y gitanas. Se agigantó la alegría en la misma proporción en que iban disminuyendo el ponche, el ron que se mezclaba a las coca-colas y los jarros de pisco sour.
Se agigantó la alegría y empezaron a ocurrir las cosas raras.
Cosas raras entre las personas. Cosas imperceptibles y sutiles que a veces no se captan. Gestos – todo se reduce a gestos -: muecas desdeñosas y sonrisas que dicen más que las palabras, que pueden ser un balde de agua fría o una tibia satisfacción. Que a veces pueden virar el rumbo de las relaciones entre la gente, engendrar odios o simpatías, hacer que nazca el amor o que se cometan singulares locuras.
Una profesora que bailaba muy acaramelada con un pensionista nicaragüense, desapareció con él y sólo mucho más tarde se los volvió a ver bailando, ya sin tanto entusiasmo, sin tanto calor (los gestos, los gestos). Si el hecho me golpeó, fue porque ella era casada. Y porque su marido era un buen tipo. Lo había conocido durante una de aquellas fiestas sabatinas. Un buen tipo tranquilo, sereno, de agradable cordialidad. ¿Por qué entonces? ¿Por qué en su ausencia, excitada por el baile y el licor, la mujer, también tranquila, también amable, decidía en un momento jugarle así, romper acaso en un tris todo lo que juntos estarían construyendo? ¿O es que después ella sería capaz de seguir mirándolo a los ojos, de fingir y dejar que todo siguiera igual, como si nada? ¿Por qué – me preguntaba – aquella mujer, madre de un niño por el cual acaso el padre estaría velando para que ella no se perdiera la fiesta, cedía al engaño y la traición? ¿Acaso el traje de india emplumada la transformaba, y acaso el pescador con que se iba dejaba – por vestir de pescador – de ser el mismo nicaragüense a quien podía ver todos los días desde lejos saludándolo apenas con un ligero asentimiento de cabeza?
Hechos como ése solían producirme cierta angustia. Me torturaban, haciéndome dudad de todo - ¿es que en nada había solidez? -, dudar hasta de Lilian, preguntarme si ella también sería capaz. Pero luego volvía la calma. Relegaba las imágenes – Lilian besándose con uno de bigotes, agazapados junto al portón verde de la casa; Lilian caminando de la mano con otro sin bigotes Parque Forestal adentro en el anochecer; Lilian y De la Jara tendidos sobre un chal en las dunas, por Ritoque, bajo la luna de verano; siempre Lilian, siempre rostros conocidos – a otra zona más oculta de la memoria y algo se tranquilizaba entonces en mi interior. Volvía a ver los rostros que siempre había visto, tales como los había visto siempre.
Es que creía, de veras creía, vivir rodeado de un enjambre de dulces personas; de buenos amigos.
Porque entonces no conocía el veneno.
Sólo algo más tarde – no mucho, ya que todo partió de ahí – abrí los ojos al mundo que nunca había querido ver: el que se esconde tras la sonrisa, tras la frase amable y la reverencia.
El profesor Varela vestía de académico, con una toga de seda oscura y un birrete que le habían prestado. Bailaba poco, bebía bastante y no podía evitar cierta tendencia al aislamiento. ¿Por qué? Él, que era sociable, inteligente, vital... Lo adiviné. Y lo comprendí.
Lo comprendí cuando tomó de la mano a Miss Lucy – elegantemente disfrazada de Robin Hood – y le dijo:
- Lucy, salgamos al patio. Quiero hablar contigo – y ella, con una mirada fría y dura, le respondió retirando bruscamente la mano y alejándose, como quien desecha a un perro.
Nunca antes había tenido la menor sospecha. En ese momento lo supe.
¿Por qué Lucy, que no era fría ni dura, trató con dureza y frialdad a aquel hombre enamorado? ¿Por qué, en cambio, se acercaba siempre a los grupos en donde se hallara el tuerto pirata Felipe, quien lo único que parecía desear era mantenerse a distancia de ella?... Bebí por primera vez un buen trago de ron puro que apaciguó un poco mi desconcierto.
Cosas. Pequeñas cosas que ocurrían y que en nada alteraban la animación de la fiesta.
Sambas, rumbas, mambos de moda a toda bulla, y Lilian, la sonrosada gitana, bailando como furiosa con el cow-boy Jack, el hijo de la directora.
Nunca me gustó Jack. Era un de esos tipos simpáticos, tunantones, que atraen mucho a las mujeres. En el colegio gozaba de una situación especial. Ni alumno, ni pensionista, ni profesor. Simplemente el hijo de la directora. Con pase libre para todo, circulaba a sus anchas por el establecimiento. Podía reemplazar al profesor de inglés, si éste faltaba, o dárselas de inspector y ejercer autoridad con los alumnos menores si el humor le estaba fallando, o sentarse al piano de la galería y tocar románticos aires aprendidos en su infancia. Pero, por lo general, prefería tomar el coche de su madre y salir a remoler con sus amigos. Mrs. Conn, desde luego, se lo consentía todo.
Era, indudablemente, un tipo simpático, desenvuelto. Llevaba siempre a flor de labios la frase apropiada a cualquier situación. Tenía mundo. Vestía con gusto y calidad, además. Es decir, casi nada le faltaba para ser el tipo de hombre a quien las muchachas consideran ideal (alto, rubio, varonil), el galán de película que hace y deshace con los corazones. Y él lo sabía. Y sabía también explotarlo.
Pero era un patán.
Si bien las profesoras nunca lo invitaban a sus bailes, acaso por evitar que Mrs. Conn se enterase, más de alguna había tenido sus asuntos con él.
Y también más de alguna alumna.
Era seguro y se consideraba infalible. Eso es lo que me irritaba de él.
Miraba a Lilian con ojos de tenorio enamorado, llenos de coquetería y solicitud, y a mí como a un simple cero a la izquierda, el rival sin importancia que puede ser apartado de un solo papirotazo. Desnudaba a Lilian con la vista y desvergonzadamente le analizaba las piernas, las caderas, el talle...
Era un hecho que andaba tras ella. Además, Lilian me lo había dicho: que la buscaba para conversarle, que la invitaba al cine, que le sostenía la mano durante mucho rato y que le pedía que le enseñara piezas de piano.
Por todo eso, el tipo me caía como el infierno y nunca dejé de guardarle aversión.
Por eso, también, mientras Lilian-gitaba y Jack-vaquero bailaban mambo tras mambo, yo, que para evitarlo habría tenido que saber bailar esa música detestable, mantenía ojo vigilante y bebía, encontrando por primera vez el relajo y la tranquilidad de espíritu que puede producir el licor. Nunca he dejado de ser una nulidad en lo que a baile se refiere. Hubiese querido aprender a coordinar los compases de un buen jazz, a sentir ese relajo maravilloso que he visto en otros, desenfrenándose, sublimando en unos minutos de soltura las contenciones salvajes de un día de ciudad, de ciudad que crece y que mientras más crece, más presiona... Pero nadie jamás logró enseñármelo. Mis ojos, desde la máscara de goma de viejo loco, con sombras verdosas cadavéricas y una cicatriz cerca de la boca, tras la cual nadie que no supiera (aun mi ropa se ocultaba bajo un ancho pijama a rayas) podía haber adivinado que ahí estaba yo, los seguían por la pista, los veían reír cuando se juntaban demasiado y trataban de adivinar lo que se dirían por el movimiento de los labios.
Fue durante uno de esos acercamientos cuando Jack, tomándola de sorpresa, la besó, provocando, debido a la violenta negativa de Lilian, una tensa situación.
Aunque poco me habría favorecido una pelea con él, juzgué mi deber – y la única actitud digna – acercarme a ellos, quitarme con faramalla la máscara y exigir una explicación.
Pero llegué tarde. Alguien más ágil, de mejores reflejos que yo, o con más agallas, se me había adelantado, respondiendo a la ofensa con un puñetazo a la mandíbula de Jack.
Ese alguien fue Felipe. El pirata tuerto.
Mi relación con Lilian era vastamente conocida y popular. Desde ese punto de vista, Jack había cometido un error que sólo le mereció palabras reprobatorias, pero que no estaba destinado a terminar con la animación de la fiesta, y que no llegó a constituir una de esas cosas raras a que me he referido, ya que fue palpable, externo, visible.
Lo raro sí – y ante ello todos, al igual que yo, habrán sentido que algo inexplicable ocurría por lo bajo – fue que Felipe, el pirata, y no yo, el viejo loco, tomara con tanta rapidez la defensa de Lilian. Muchos, ignorantes de mi disfraz, habrán pensado que yo me hallaba ausente. Otros pensarían que era un cobarde... En todo caso, pelea no hubo, porque a Jack lo retuvieron y lo calmaron entre varios. Se disolvieron, sí, algunos grupos y se formaron otros. Y quizás esta fue la única consecuencia del incidente.
La fiesta siguió su curso y la excitación continuó creciendo mientras se agotaban el ron y el ponche. Y el pisco sour.
Opté por seguir de incógnito. Mi disfraz era el de menos aspaviento, creo, el de menor preparación; pero era un disfraz de primer premio. Con el pijama rayado ocultaba mi traje sal y pimienta que casi todos me conocían. Un pañuelo de cuello que mi padre me había regalado me tapaba un lunar relativamente visible. Y la máscara, la estupenda máscara de goma, adherida al rostro y sujeta arriba por un viejo sombrero. En parte, mi diversión había sido, más que nada, recorrer el largo salón con el vaso en la mano enguantada, acercarme a los grupos, escuchar, hablarles a veces, simulando voz senil, de ellos mismos, dejándolos en la incertidumbre, picaneándoles la curiosidad. Era mi placer, ya que no bailaba. Hasta que lo de Jack...
Seguí bebiendo ron y Lilian bailando. Era como loca. Una vez que comenzaba no podía cesar. En eso nos faltó comunicación. Ella tenía ritmo, gracia para moverse, pasión. Yo, en cambio, sólo atinaba a dar uno que otro paso coordinado cuando tocaban un vals, o alguno de aquellos viejos blues muy suaves, para bailar muy juntos, casi sin moverse.
Lilian bailaba con Felipe cuando se apagaron las luces.
Hubo una ligera confusión y se escucharon agudos gritos. “¡Que no enciendan!”, propuso mucha de la gente. Y acaso se habría mantenido la oscuridad de no producirse en esos momentos raras ocurrencias. Las mujeres se quejaban y protestaban, mientras se elevaban voces masculinas reclamando inocencia.
Cuando alguien logró iluminar la sala, un extraño, un espadachín de negro, enmascarado, reía de pie sobre una de las mesas, blandiendo un florete verdadero, el mismo con que había asestado leves pinchazos a las nalgas de las muchachas.
Reía con risa hueca y no mostraba ni un milímetro de piel o cabello por los cuales pudiera habérsele identificado.
- ¡Que se baje y muestre la cara! – exclamó alguien.
Y al obtener como toda respuesta una ofensiva carcajada, avanzó unos pasos y arrojó al rostro del enmascarado el contenido de su vaso.
Ese alguien fue el fino arlequín De la Jara.
Después de eso se armó la grande: el enmascarado saltó al suelo y dio a Arlequín dos o tres floretazos que lo dejaron chillando; luego, abriéndose paso, llegó hasta el interruptor, volvió a cortar la luz y huyó a través de una ventana.
Aunque muchos quisieron darle al episodio el carácter de una excepcional aventura y rodearlo de misterio, algunos sabíamos – lo habíamos adivinado – que el enmascarado no era otro que Jorge Pereira.
Y uno de estos algunos era el inspector De la Jara.
Tal vez por eso – un hombre capaz de apasionados odios -, aquella otra tarde, tiempo después, mientras un bombero trepaba al dormitorio de los internos, De la Jara, mirando las llamas y sin percatarse de que alguien se había situado junto a él, osó murmurar:
- Reviéntate, Pereira. ¡Arde como un gusano!
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Acaso la época en que Lilian y yo compartimos los días, sea la más feliz que recuerdo. Por entonces, todos los otros factores que constituyen la vida parecían no existir. O estaban, al menos, muy relegados al patio trasero. Vivíamos el uno del otro y el uno para el otro. Como en un estado de locura, de permanente frenesí. Era distinto, casi mágico, el cristal a través del cual se contemplaba el acontecer cotidiano. Un árbol en cuyo tronco se había grabado a cortaplumas un corazón, el escaño de una plazoleta, un jardín espeso de flores y plantas, la canción escuchada bebiendo un café una mañana de sol, la cordillera nevada, las calles diáfanas después de la lluvia, la discusión en el anochecer de Pedro de Valdivia, la brisa suave y tibia con que al llegar nos impacta la primavera, todo, casa cosa, por muy simple, cada elemento, cada pequeño acto, nos unían, nos anudaban más, íbanse cristalizando en nuestras memorias y ya nunca conocerían el olvido. Es un curioso estado que todos han de vivir, supongo. Compadezco a quienes nunca lo conocieron. Y acaso envidie a quienes queman en él su existencia, a los que siguen siendo y no dejarán de ser adolescentes. Felices ellos, porque nunca, nunca volverá a ser igual... Para mí fue una especie de sueño: antes de que entre ambos brotara el amor las cosas habían sido muy distintas. Después que el amor se quebró, también lo fueron.
Pensamos en alguna etapa que el verdadero amor y el sexo son cosas muy separadas. Que nada tienen que ver entre sí. Y nuestros ardores se dirigen a las personas que más lejos pueden estar de nuestros sentimientos. A las domésticas, a las empleadas de fuentes de soda. O a las putas. Pero no se nos pasa por la mente terminar con la virginidad de la muchachita burguesa que nos tiene profundamente enamorados. Ella es para el pololeo inocente, para el matrimonio, después. Y al matrimonio deben las mujeres llegar puras. Si por algún morboso giro de las imágenes visualizamos a la Dulcinea al masturbarnos, sentimos después que la conciencia se nos llena de vergüenza y un afecto piadoso hacia ella nos invade. Ellas no son para el sexo, sino para la pureza, porque sexo y pecado, sexo y mal corren juntos, se nos ha dicho siempre. Son las ideas que nos deforman desde que adquirimos uso de razón. O desde antes. Las que crean hombres incompletos y mujeres que jamás podrán amar sin temor, con libertad, para quienes estará pesando siempre la potencialidad de un inefable castigo; la vergüenza. O el remordimiento.
Antes de Lilian el amor estuvo parcelado. Ella significó el descubrimiento, el ascenso verdadero hacia la región de los dioses, hasta la integridad de una relación que no se atrevió a excluir ni la ternura, ni la violencia, ni la vergüenza del fracaso. Fue la tranquilidad de poseer y la inquietud, el temor de perder lo que se tiene. Significó por una vez la ilusión del amor, el anhelo irrefrenable y desesperado de eternizarlo.
Después, en cambio, no volví a creer en el amor. Porque nunca vino en la misma forma. Porque no volvió a tener inocencia. Porque nunca perduró.
Y porque había aprendido algo nuevo. Que nada es eterno. Que la palabra “siempre” es una falacia. Se puede amar muchas veces. O pocas. >O menos que pocas y más que muchas. Pero ya se sabe, porque la primera vez lo enseña, que todo amor lleva como meta su sepultura. Más tarde o más temprano. Generalmente más temprano, si es que en su desarrollo no llegan a alzarse poderosos obstáculos.
Solíamos sostener con firmeza y convicción que en un futuro prudente nos íbamos a casar. Para algunos esto no pasaba de ser una sarta de chifladuras, de leseras de juventud. Querían desalentarnos, asegurando que casarse jóvenes era el plan de toda pareja no iniciada, que era un estupidez. Trataban de hacernos creer que el amor adolescente, por violento que pueda tornarse, nunca es profundo. O se limitaban a sonreír incrédulamente, con cierta condescendencia.
Pero nosotros persistíamos. Nos aferrábamos a nuestra ilusión. Y nos estimulaba el hecho de que Varela creyera en nosotros. Que no me preocupara de lo que dijesen, que me guiara siempre por mí mismo aunque a la gente no le gustara, que nos casáramos si queríamos casarnos. Esos eran sus consejos. Tal vez habrá dejado ya de ser un idealista.
Felipe, en cambio, con su sonrisita, me dijo una vez:
- Diez mil pesos a que no te casas con Lilian. Apuesta a largo plazo.
Habíamos bebido varias cervezas con Pereira y yo, en mi exaltación, ¡qué dudas podía tener!, le respondí sin vacilaciones que sí, que los diez mil pesos estaban apostados. ¡A largo plazo!
Creo ahora – no estoy seguro, pero creo – que ya por entonces Felipe conocía mejor que yo la respuesta a esa interrogante. Que tenía sus planes bien trazados. Porque algo que yo no supe debió ocurrir durante aquel baile de disfraces que organizaron las profesoras, los pensionistas y los alumnos mayores para celebrar el aniversario del colegio.
Mrs. Conn, chispeante como la champaña de su copa, hizo un brindis por la salud y la felicidad de todos y, después de pasearse por la gran sala, e sobrio negro, hablando con unos y con otros, se retiró dignamente. Que se divirtieran los jóvenes. Ella no estaba ya para esos trajines.
Algo pareció cambiar cuando se fue. Como si al unísono todos los que allí se encontraban hubiesen expirado el aire largamente aprisionado en los pulmones.
Vino la música. Vaqueros, piratas y arlequines comenzaron a bailar con reinas, hadas y gitanas. Se agigantó la alegría en la misma proporción en que iban disminuyendo el ponche, el ron que se mezclaba a las coca-colas y los jarros de pisco sour.
Se agigantó la alegría y empezaron a ocurrir las cosas raras.
Cosas raras entre las personas. Cosas imperceptibles y sutiles que a veces no se captan. Gestos – todo se reduce a gestos -: muecas desdeñosas y sonrisas que dicen más que las palabras, que pueden ser un balde de agua fría o una tibia satisfacción. Que a veces pueden virar el rumbo de las relaciones entre la gente, engendrar odios o simpatías, hacer que nazca el amor o que se cometan singulares locuras.
Una profesora que bailaba muy acaramelada con un pensionista nicaragüense, desapareció con él y sólo mucho más tarde se los volvió a ver bailando, ya sin tanto entusiasmo, sin tanto calor (los gestos, los gestos). Si el hecho me golpeó, fue porque ella era casada. Y porque su marido era un buen tipo. Lo había conocido durante una de aquellas fiestas sabatinas. Un buen tipo tranquilo, sereno, de agradable cordialidad. ¿Por qué entonces? ¿Por qué en su ausencia, excitada por el baile y el licor, la mujer, también tranquila, también amable, decidía en un momento jugarle así, romper acaso en un tris todo lo que juntos estarían construyendo? ¿O es que después ella sería capaz de seguir mirándolo a los ojos, de fingir y dejar que todo siguiera igual, como si nada? ¿Por qué – me preguntaba – aquella mujer, madre de un niño por el cual acaso el padre estaría velando para que ella no se perdiera la fiesta, cedía al engaño y la traición? ¿Acaso el traje de india emplumada la transformaba, y acaso el pescador con que se iba dejaba – por vestir de pescador – de ser el mismo nicaragüense a quien podía ver todos los días desde lejos saludándolo apenas con un ligero asentimiento de cabeza?
Hechos como ése solían producirme cierta angustia. Me torturaban, haciéndome dudad de todo - ¿es que en nada había solidez? -, dudar hasta de Lilian, preguntarme si ella también sería capaz. Pero luego volvía la calma. Relegaba las imágenes – Lilian besándose con uno de bigotes, agazapados junto al portón verde de la casa; Lilian caminando de la mano con otro sin bigotes Parque Forestal adentro en el anochecer; Lilian y De la Jara tendidos sobre un chal en las dunas, por Ritoque, bajo la luna de verano; siempre Lilian, siempre rostros conocidos – a otra zona más oculta de la memoria y algo se tranquilizaba entonces en mi interior. Volvía a ver los rostros que siempre había visto, tales como los había visto siempre.
Es que creía, de veras creía, vivir rodeado de un enjambre de dulces personas; de buenos amigos.
Porque entonces no conocía el veneno.
Sólo algo más tarde – no mucho, ya que todo partió de ahí – abrí los ojos al mundo que nunca había querido ver: el que se esconde tras la sonrisa, tras la frase amable y la reverencia.
El profesor Varela vestía de académico, con una toga de seda oscura y un birrete que le habían prestado. Bailaba poco, bebía bastante y no podía evitar cierta tendencia al aislamiento. ¿Por qué? Él, que era sociable, inteligente, vital... Lo adiviné. Y lo comprendí.
Lo comprendí cuando tomó de la mano a Miss Lucy – elegantemente disfrazada de Robin Hood – y le dijo:
- Lucy, salgamos al patio. Quiero hablar contigo – y ella, con una mirada fría y dura, le respondió retirando bruscamente la mano y alejándose, como quien desecha a un perro.
Nunca antes había tenido la menor sospecha. En ese momento lo supe.
¿Por qué Lucy, que no era fría ni dura, trató con dureza y frialdad a aquel hombre enamorado? ¿Por qué, en cambio, se acercaba siempre a los grupos en donde se hallara el tuerto pirata Felipe, quien lo único que parecía desear era mantenerse a distancia de ella?... Bebí por primera vez un buen trago de ron puro que apaciguó un poco mi desconcierto.
Cosas. Pequeñas cosas que ocurrían y que en nada alteraban la animación de la fiesta.
Sambas, rumbas, mambos de moda a toda bulla, y Lilian, la sonrosada gitana, bailando como furiosa con el cow-boy Jack, el hijo de la directora.
Nunca me gustó Jack. Era un de esos tipos simpáticos, tunantones, que atraen mucho a las mujeres. En el colegio gozaba de una situación especial. Ni alumno, ni pensionista, ni profesor. Simplemente el hijo de la directora. Con pase libre para todo, circulaba a sus anchas por el establecimiento. Podía reemplazar al profesor de inglés, si éste faltaba, o dárselas de inspector y ejercer autoridad con los alumnos menores si el humor le estaba fallando, o sentarse al piano de la galería y tocar románticos aires aprendidos en su infancia. Pero, por lo general, prefería tomar el coche de su madre y salir a remoler con sus amigos. Mrs. Conn, desde luego, se lo consentía todo.
Era, indudablemente, un tipo simpático, desenvuelto. Llevaba siempre a flor de labios la frase apropiada a cualquier situación. Tenía mundo. Vestía con gusto y calidad, además. Es decir, casi nada le faltaba para ser el tipo de hombre a quien las muchachas consideran ideal (alto, rubio, varonil), el galán de película que hace y deshace con los corazones. Y él lo sabía. Y sabía también explotarlo.
Pero era un patán.
Si bien las profesoras nunca lo invitaban a sus bailes, acaso por evitar que Mrs. Conn se enterase, más de alguna había tenido sus asuntos con él.
Y también más de alguna alumna.
Era seguro y se consideraba infalible. Eso es lo que me irritaba de él.
Miraba a Lilian con ojos de tenorio enamorado, llenos de coquetería y solicitud, y a mí como a un simple cero a la izquierda, el rival sin importancia que puede ser apartado de un solo papirotazo. Desnudaba a Lilian con la vista y desvergonzadamente le analizaba las piernas, las caderas, el talle...
Era un hecho que andaba tras ella. Además, Lilian me lo había dicho: que la buscaba para conversarle, que la invitaba al cine, que le sostenía la mano durante mucho rato y que le pedía que le enseñara piezas de piano.
Por todo eso, el tipo me caía como el infierno y nunca dejé de guardarle aversión.
Por eso, también, mientras Lilian-gitaba y Jack-vaquero bailaban mambo tras mambo, yo, que para evitarlo habría tenido que saber bailar esa música detestable, mantenía ojo vigilante y bebía, encontrando por primera vez el relajo y la tranquilidad de espíritu que puede producir el licor. Nunca he dejado de ser una nulidad en lo que a baile se refiere. Hubiese querido aprender a coordinar los compases de un buen jazz, a sentir ese relajo maravilloso que he visto en otros, desenfrenándose, sublimando en unos minutos de soltura las contenciones salvajes de un día de ciudad, de ciudad que crece y que mientras más crece, más presiona... Pero nadie jamás logró enseñármelo. Mis ojos, desde la máscara de goma de viejo loco, con sombras verdosas cadavéricas y una cicatriz cerca de la boca, tras la cual nadie que no supiera (aun mi ropa se ocultaba bajo un ancho pijama a rayas) podía haber adivinado que ahí estaba yo, los seguían por la pista, los veían reír cuando se juntaban demasiado y trataban de adivinar lo que se dirían por el movimiento de los labios.
Fue durante uno de esos acercamientos cuando Jack, tomándola de sorpresa, la besó, provocando, debido a la violenta negativa de Lilian, una tensa situación.
Aunque poco me habría favorecido una pelea con él, juzgué mi deber – y la única actitud digna – acercarme a ellos, quitarme con faramalla la máscara y exigir una explicación.
Pero llegué tarde. Alguien más ágil, de mejores reflejos que yo, o con más agallas, se me había adelantado, respondiendo a la ofensa con un puñetazo a la mandíbula de Jack.
Ese alguien fue Felipe. El pirata tuerto.
Mi relación con Lilian era vastamente conocida y popular. Desde ese punto de vista, Jack había cometido un error que sólo le mereció palabras reprobatorias, pero que no estaba destinado a terminar con la animación de la fiesta, y que no llegó a constituir una de esas cosas raras a que me he referido, ya que fue palpable, externo, visible.
Lo raro sí – y ante ello todos, al igual que yo, habrán sentido que algo inexplicable ocurría por lo bajo – fue que Felipe, el pirata, y no yo, el viejo loco, tomara con tanta rapidez la defensa de Lilian. Muchos, ignorantes de mi disfraz, habrán pensado que yo me hallaba ausente. Otros pensarían que era un cobarde... En todo caso, pelea no hubo, porque a Jack lo retuvieron y lo calmaron entre varios. Se disolvieron, sí, algunos grupos y se formaron otros. Y quizás esta fue la única consecuencia del incidente.
La fiesta siguió su curso y la excitación continuó creciendo mientras se agotaban el ron y el ponche. Y el pisco sour.
Opté por seguir de incógnito. Mi disfraz era el de menos aspaviento, creo, el de menor preparación; pero era un disfraz de primer premio. Con el pijama rayado ocultaba mi traje sal y pimienta que casi todos me conocían. Un pañuelo de cuello que mi padre me había regalado me tapaba un lunar relativamente visible. Y la máscara, la estupenda máscara de goma, adherida al rostro y sujeta arriba por un viejo sombrero. En parte, mi diversión había sido, más que nada, recorrer el largo salón con el vaso en la mano enguantada, acercarme a los grupos, escuchar, hablarles a veces, simulando voz senil, de ellos mismos, dejándolos en la incertidumbre, picaneándoles la curiosidad. Era mi placer, ya que no bailaba. Hasta que lo de Jack...
Seguí bebiendo ron y Lilian bailando. Era como loca. Una vez que comenzaba no podía cesar. En eso nos faltó comunicación. Ella tenía ritmo, gracia para moverse, pasión. Yo, en cambio, sólo atinaba a dar uno que otro paso coordinado cuando tocaban un vals, o alguno de aquellos viejos blues muy suaves, para bailar muy juntos, casi sin moverse.
Lilian bailaba con Felipe cuando se apagaron las luces.
Hubo una ligera confusión y se escucharon agudos gritos. “¡Que no enciendan!”, propuso mucha de la gente. Y acaso se habría mantenido la oscuridad de no producirse en esos momentos raras ocurrencias. Las mujeres se quejaban y protestaban, mientras se elevaban voces masculinas reclamando inocencia.
Cuando alguien logró iluminar la sala, un extraño, un espadachín de negro, enmascarado, reía de pie sobre una de las mesas, blandiendo un florete verdadero, el mismo con que había asestado leves pinchazos a las nalgas de las muchachas.
Reía con risa hueca y no mostraba ni un milímetro de piel o cabello por los cuales pudiera habérsele identificado.
- ¡Que se baje y muestre la cara! – exclamó alguien.
Y al obtener como toda respuesta una ofensiva carcajada, avanzó unos pasos y arrojó al rostro del enmascarado el contenido de su vaso.
Ese alguien fue el fino arlequín De la Jara.
Después de eso se armó la grande: el enmascarado saltó al suelo y dio a Arlequín dos o tres floretazos que lo dejaron chillando; luego, abriéndose paso, llegó hasta el interruptor, volvió a cortar la luz y huyó a través de una ventana.
Aunque muchos quisieron darle al episodio el carácter de una excepcional aventura y rodearlo de misterio, algunos sabíamos – lo habíamos adivinado – que el enmascarado no era otro que Jorge Pereira.
Y uno de estos algunos era el inspector De la Jara.
Tal vez por eso – un hombre capaz de apasionados odios -, aquella otra tarde, tiempo después, mientras un bombero trepaba al dormitorio de los internos, De la Jara, mirando las llamas y sin percatarse de que alguien se había situado junto a él, osó murmurar:
- Reviéntate, Pereira. ¡Arde como un gusano!
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El miércoles, octubre 12, 2005 11:55:00 a. m.,
IsA escribió...
porque "la razon de la sin razon da la razon que mi razon da entendimiento al entendido"
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bello libro.
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