Cero a la izquierda

Esta novela es de Poli Délano, pero me gustó tanto que la subí para leerla siempre que quiera.

sábado, octubre 01, 2005

Capítulo X

*Nota: Esta narración NO ES de mi autoría*

No existe la pareja perfecta. Y la imperfección, en estos asuntos, no es una cosa mala. Tal vez ninguna pareja, a riesgo de caer en absurdas monotonías, deba prescindir de la discusión, de la violencia. De la pelea. Como si la oposición, el encuentro de fuerzas antagónicas, aquello que suele crear resentimientos y tristezas, rencores, dieran nuevos bríos, energía fresca para el amor.

Entre Lilian y yo no todo fue besos y dulzura. También peleábamos.

A ella, por ejemplo, le irritaba ese no-sentido del tiempo que tenía yo, el que me hacía llegar tarde a todas partes y que durante tres domingos la dejó esperando por lo menos media hora en la puerta de la iglesia, a la salida de misa; el que determinó mi despido de la firma hace poco. El que hace no tanto me llevó por primera vez a meditar durante horas y horas, cuando lo creí perdido, cuando a medio parque descubrí de pronto que marchaba demasiado rápido, casi corriendo, sin tener un verdad ningún apuro, sin que nada ni nadie me viniera persiguiendo. Tenía que llegar a una casa y el tiempo me sobraba, ¿a qué apurarme entonces? ¿Desde cuándo caminaba con prisa? ¿Era sólo ese día, era de ayer, de anteayer, de la otra semana? ¿Qué tipo de cambio era éste, no lograría más gozar de la vagancia ociosa? ¿Dónde se ocultaba la fuerza que me estiraba y aceleraba los pasos, haciéndome perder, ignorar, inadvertir los múltiples encantos que puede prodigar un parque?

Era la ciudad. La ciudad que nos coge como a migas y nos echa a andar, nos pone en movimiento, sometiéndonos a su ritmo imposible de evadir. La ciudad que pesa, que crece y se nos viene encima hasta cegarnos, hacernos perder el sentido de todo lo que ocurre. Comenzamos a vivir como autómatas y ya nada de lo que hacemos es voluntario. Comemos, maldormimos, fornicamos, trabajamos por nuestro pan, defecamos, nos lavamos los dientes. Pero hemos dejado de gozar de las pequeñas cosas. De comer, de dormir. Es un monstruo titiritero. Nosotros somos las marionetas que apiñadas en una esquina de la Alameda se lanzan al cambio de luces todas a saltitos, a pequeñas carreras hasta la mitad de la calzada, a esperar el nuevo turno, mientras algún temerario, un intrépido insolente, a todo meter sortea vehículos, hace frenar camionetas y es miserablemente atropellado en su frenético intento de alcanzar la otra orilla; las que en un moderno quick-lunch son capaces de comerse, de tragarse un bistec con ensalada, de pie, en tanto que alguien espera el lugar, porque no hay tiempo de sentarse, no hay tiempo para masticar.

Me propuse aquella noche firmemente no apurarme nunca más. Para nada. Y a la mañana siguiente perdí el micro por no correr tres pasos y me alegré, llegué a todas partes de nuevo tarde, pero por la noche tuve un sueño tranquilo y no me dolieron las piernas ni la espalda, porque ese dolor cotidiano que tenía, descubrí que no era el dolor saludable del ejercicio físico, de la caminata por Pedro de Valdivia hasta Las Lilas, sino dolor nervioso, producto de las tensiones, de los temores del día, del golpe que a cada instante asesta la ciudad; dolor que no debería nunca volver a sentir...


Lilian era una niña mimada. En el curso. No en su casa. El hecho de ser la única mujer le otorgaba ciertos privilegios. Podía, por ejemplo, llegar a una prueba sin saber nada y sacar, sin embargo, buena nota. Todos habríamos hecho cualquier cosa por ayudarla, burlando la cercana vigilancia del profesor que fuera. Un profesor puede creer que es también un vigilante, un guardia, y que si se lo propone no habrá flojo que se salga con la suya. Pero siempre será burlado, siempre se las arreglará el delincuente, el que no tuvo tiempo, el impúdico o el simple aventurero, el que prefiere arriesgar, para meter su gol, para copiar una pregunta de aquí, otra de allá. El profesor debiera sabérselo de memoria, porque también fue alumno. Pero lo olvida. Todos hacían lo que Lilian les pidiera. Uno le traía un plátano. Otro un sándwich. Otro una flor. Otro le hacía los dibujos.

Ella no abusaba. Pero se sabía consentida y así se gustaba. Por eso, haciéndoles caritas a los profesores, lograba lo que a uno de nosotros podía costar su buen alegato. Que una nota fraccionada subiera y no bajara; que no se tomara en cuenta el “uno” de la interrogación oral en que habíamos sido sorprendidos; que postergaran una prueba. Había sólo dos profesores a quienes jamás intentó sobornar con su sonrisa, con su fresca coquetería. Varela y De la Jara, aunque por distintas razones, eran inflexibles.

Los profesores la querían y también la mimaban. Salinas hasta tuvo su disimulado flirt con ella y durante un paseo se besaron, apartándose del resto. Pronto fueron hallados y les resultó imposible proseguir. Eso fue antes de aquella tarde en que nos unió un boleto de Lotería. Porque después ya no se besó con nadie más. Creo. Ahora sé que nunca se sabe.

A Lilian le gustaba ser centro. Ser objeto de atenciones, de intereses eróticos y deseos. Lo que no quiere decir que cediera a cuanto requerimiento le saliese al paso, sino que se las arreglaba más bien para atizar el chispazo cuando prendiera, mantener encendida la llama de ese interés. O del amor. Por eso Salinas, que en aquel paseo logró besarla una vez, una sola vez tras unas rocas, y que nunca más volvió a lograr nada, anduvo medio loco, mirándola embobado, haciendo su clase para ella, como si todos los demás no existiéramos, buscándola en el patio durante los recreos, buscando siempre su proximidad estéril, en una entrega total, finalmente sin exigencias.

En su casa era todo lo contrario. Nadie la mimaba. No porque no la quisieran. Había demasiados quehaceres, preocupaciones. Y estaban, además, las dos menores. Y el menorcito. Al fin había nacido el hijo-hombre, para tranquilidad de don Pedro, que se había propuesto no cejar, no cejar hasta que viniera el niño. El ingeniero. El matemático. Por esos días, además, el contacto de Lilian con su casa era mínimo. Se limitaba a los fines de semana y a las vacaciones. Hasta la costumbre de ir a misa había desechado – uno de los pocos paseos con su madre -, después de una serie de peleas en que acabó por imponerse. Por hacer respetar sus ideas, que habían cambiado, o se hallaban, al menos, en trance de cambio.

Porque Lilian tenía cierta capacidad analítica, cierta facilidad para racionalizar. Acaso por eso no tardó en dejar primero la confesión, después la misa. Pero al decir que no tardó, no pretendo hacer creer que no hubiera por su parte una defensa ruda de sus creencias. Felipe y yo habíamos decidido ya que la religión era una patraña y no teníamos pelos en la lengua para predicarlo. Aprendimos que los dos elementos básicos de toda religión son, primero, la creencia en un orden superior que gobierna los destinos del hombre y, segundo, el intento del hombre por complacer a ese orden a fin de ganarse su favor. Es decir, claramente, una teoría y una práctica. Sin la práctica, pues, no existe religión, sino sólo teología. No bastaba entonces creer. Y los creyentes que nosotros conocíamos no practicaban. ¿Es que pensaban que por su fe quedarían limpios de pecado? ¿Qué era entonces de las palabras de Santiago: “Así también la fe, si no tuviere obras, es muerta en sí misma”? ¿Y todas las fornicaciones, los adulterios, los hurtos, la transgresión de uno u otro mandamiento, quedarían así borrados de un plumazo por dos padrenuestros o tres avemarías? Quiero sólo señalar que Lilian cambió. Más por esa capacidad analítica que poseía, que por mi escaso poder dialéctico. Lo digo porque en ocasiones posteriores me ha sido imposible lograr que ciertas personas comprendan siquiera algunos de los conceptos que hoy considero fundamentales.

El asunto religioso verdaderamente la preocupó y fue tornándose serio problema desde que nuestras relaciones nos llevaron a cometer actos que su doctrina denomina pecados, cuando un domingo por la mañana, faltándole valor, omitió al sacerdote varios detalles que posiblemente le hubieran merecido sanciones morales.

No fue, sin embargo, suficiente insistir en la hipocresía que implicaban hechos como los del pecador impenitente absuelto de sus fechorías mediante el acto de confesión y la promesa nunca cumplida de no volver a cometerlas. Tuvimos Felipe y yo que tragarnos varios estudios y hasta un libro para llegar a la raíz misma del problema. Y la encontramos. Por lo menos para resolver la duda. Si la religión trataba de atraer los favores de aquel ser supremo descubierto, ¿no implicaba con ello que el curso de la naturaleza debía ser elástico, ya que podía ser variado por un dios? ¿Obraban entonces a conciencia las fuerzas regentes del mundo? Para la religión sí. Para la ciencia no. Para la ciencia el curso natural estaba determinado por leyes invariables que actuaban mecánicamente. Entonces, ¡la ciencia y la religión eran fuerzas antagónicas! No podían coexistir en un solo espíritu.

Y no coexistieron en Lilian. Ella tenía una clara inclinación a la ciencia y ya por entonces pensaba dedicarse a la biología, sueño que su matrimonio con Felipe hubo de frustrar por completo. Pero no fue un proceso breve. Porque lo que irracionalmente hemos aprendido siendo niños no es fácil de desalojar, aunque sea mediante el uso de la razón.

Todos, sí, creíamos en algo. Era preciso creer, aferrarse a toda costa, con tesón, a una creencia. Pero a esa edad, por nosotros las creencias pasaban y se iban como la brisa. Sólo más tarde terminarían de asentarse. Hoy, Felipe seguirá creyendo en el dinero. Varela seguirá creyendo en los valores del hombre. Todos seguirán creyendo en algo.

Yo creo que ya no creo. Mis dioses – el amor, la amistad – me jugaron sucio. Y quisiera, sin embargo, quisiera encontrar a Varela, ver el mundo con su optimismo y su limpieza.

Lilian, pues, dejó primero de confesarse, y luego, de asistir a misa los domingos. Y cuando supo – ya sin dudar – que lo hacía con plena convicción, que no había arrepentimiento, se sintió feliz.

Pero como muchas de las palabras que se pronuncian obedecen no siempre a creencias, sino a costumbres firmemente arraigadas, podremos entender mejor que aquella tarde, mientras yo permanecía desesperado entre vestidos y chaquetones y mientras Mrs. Conn salía llena de agitación tras escuchar las palabras alarmantes de Floridor, haya dicho, dejando escapar el aire en un suspiro, sino en una especie de asombro y mudo silbido de verdadera angustia:

- ¡Quiera Dios que no le pase nada!

¡Ahora para qué sentimentalizar! Cuando pronunció esa frase, ya estaba creciendo el germen. La angustia – o algo – me lo dijo. Ese temblor acaso imperceptible de la voz – yo lo capté – me lo dijo. En aquel momento ella temió, como si por un breve instante las emanaciones de su mente se hubiesen comunicado con las de esa otra persona que, echada sobre su cama, leía a Séneca. Temió irracionalmente, ya que no siquiera podía saber (tan sólo intuir) que Felipe se hallaba en peligro.

Y en ese instante yo también temí. Temí, como si también mis ondas se hubiesen juntado a las de ellos para comprender. Temía a la fugaz visión que tuve de lo que habría de ocurrir muy pronto: el derrumbe de aquel sólido edificio que creíamos haber construido. Porque tuve la visión de nuestro lazo roto, de mi retirada vencido de aquella casa a la que ya creía pertenecer, en la que se me había llegado a estimar, pero en la que sin embargo – y eso aún no lo sabía – no se me consideraba en la posición que yo creía ocupar, porque no se podía pensar como futuro marido de Lilian en un inútil, en un ser sin aptitudes para nada, en un aplanador de calles, como era yo. Temí y en mi temor revivió aquel momento en que Felipe, el pirata tuerto, más rápido que mi pausada decisión, asestó una bofetada a Jack. Y volví a temer, con un temor más intenso, cuando habiendo salido Mrs. Conn de la pieza y yo de mi guarida, capté la aflicción dibujada en el rostro de Lilian, la aflicción que la hizo repetir:

- ¡Dios santo, que no le pase nada!

Y tuve también más intensamente, la visión del edificio en ruinas al ser tragado por la tierra. La noción de haber perdido otra vez una apuesta. De haber sido otra vez estafado. La sensación, que nunca me abandona, de ser apenas como un cero a la izquierda.

- Lilian, ¿qué pasa?
- No pasa nada. No pasa nada.
- ¡Qué pasa! ¡Qué pasa! ¡Cómo que nada! ¡Qué! ¡Dilo! – Le así con violencia ambas muñecas. Luego la remecí.

Pero esas preguntas no serían contestadas con palabras, sino con los ojos. Con esos ojos donde, amén de cierto dejo melancólico, predominaba el temor.

Una lenta y densa tristeza me oprimió el corazón. Acaso la tristeza que me hizo decir, al unirme aquel atardecer de primavera en el patio arbolado a las otras personas que contemplaban el fuego, situándome al lado de Varela:

- Ojalá quedaran sólo cenizas.

La tristeza que se había apoderado ya de mí totalmente al escuchar una respuesta conocida, como extasiada en las llamas:

- ¡Ni siquiera cenizas!

* * *