Capítulo IV
*Nota: Esta narración NO ES de mi autoría*
Era una época de altas aspiraciones.
Todos pensábamos llegar muy lejos en la vida. Hoy quisiera saber qué fue de cada uno de nosotros. Y sólo he tenido noticias de Felipe.
Quizás era el único que llevaba el éxito incrustado en las líneas de la mano, el único triunfador en cuanta acción emprendiera, el único verdaderamente audaz, dispuesto a salvar a cualquier costa los obstáculos que lo atajaran, sin trepidar, sin vacilaciones, sin oídos al sentimiento ni al dolor, con la voluntad y el corazón clavados fijamente en una meta semejante a una obsesión, en una sola meta.
Estaba en sexto, un curso más adelante, pero lo incluyo al decir “nosotros” debido a la fuerte amistad que me unía a él y que acaso el tiempo, a pesar de todo, no haya logrado desvanecer completamente.
Nadie lo hubiera creído hijo de alemán. Era moreno y taciturno, de tupidas cejas que se fusionaban en el nacer de la nariz, de inteligencia reconcentrada. En apariencia hablaba poco y podía calificársele de lo que llaman “introvertido”. Poco también se mezclaba con la gente – fue casi por accidente, pensándolo bien, que nació nuestra amistad, una noche que caminábamos en las cercanías del colegio con Jorge Pereira – y no ganaba simpatías rápidas, amén de poseer una de las más notables cualidades, de las magníficas, las capaces de perfeccionar a un ser humano: sabía reír.
Sabía reír y, aunque digo que no ganaba simpatías rápidas – la risa no lo es todo -, puedo igualmente, sin temor de disminuir la verdad, afirmar de manera rotunda y definitiva que sobre ciertas personas ejercía la misma atracción que ejerce el imán sobre los metales.
Era el caso de Miss Lucy, profesora de las preparatorias que enfilaba rumbo a los treinta y que, acaso para su propia consternación, se sorprendió un día perdida, loca o ridículamente enamorada de un muchacho de diecisiete, amigo de pocas palabras, al que una vez, durante el almuerzo – habiendo buscado y encontrado la manera de sentarse todos los días junto a él -, le dejó caer un trozo de carne sobre el pantalón para luego, al conducirlo hasta el baño a fin de limpiarle la mancha frotándola con un pañuelo humedecido, poder besarle los labios y declararle abiertamente su pasión.
Miss Lucy era rubia y tenía buen cuerpo, bonitas piernas. Todos nos concentrábamos en ellas los martes en la tarde, cuando en un ajustado short blanco guiaba la gimnasia de los alumnos más chicos, mientras Jack, desde la galería, tocaba melodías al piano para acompañar los ejercicios. Al comenzar los calores, recuerdo que se la podía ver durante los recreos, sentada o semitendida sobre unas gradas del patio, con la falda recogida hasta más arriba de las rodillas, tostándose al sol ligeramente picante de septiembre.
Debido a este amor absurdo se nos abrió a Felipe y a mí un mundo de personas mayores que en un principio nos fascinó, pero en el cual nunca en verdad logramos ajustar. Las diversiones burguesas no parecían estar hechas para nosotros. Teníamos más que nada – y quizás también él siga teniendo – vocación de vagos. Pero si una puerta se nos había abierto hacia experiencias que desconocíamos, íbamos a pasarla, a conocer, a meter las narices en todo aquello que se nos quisiese mostrar.
El asunto fue así. De pronto empezamos a ser invitados a las fiestas que hacían las profesoras de preparatorias, señoritas educadas en buenos colegios y que, gracias a su perfecto dominio del inglés, idioma base del Jackson College, pasaban allí su tiempo ganando algunos pesos, tiempo que sólo les duraba hasta que conseguían el marido adecuado, el cual, si era verdaderamente adecuado, las hacía dejar el trabajo... En realidad el invitado era Felipe, pero debido a que la primera vez fuimos juntos – me llevó casi a la fuerza -, se me consideró en adelante como nombre fijo para toda reunión.
De más está decir que éramos siempre los benjamines, pollos en corral ajeno, y que de no haber encontrado varios factores favorables para que la diversión no fuera tan estúpida, jamás hubiéramos llegado más allá de la primera fiesta.
Los factores favorables eran, en primer lugar, el hecho de que, sin inhibición alguna, éramos capaces de instalarnos a comer y a beber hasta agotar las provisiones o quedar hastiados; en segundo lugar, el que pudiéramos reír y reír como poseídos hasta quedar roncos, sin garganta, afónicos, por las causas más diversas y, a veces, más injustificadas, causas que iban desde la manera ceremoniosa y ridícula con que algunos sujetos se conducían, hasta la consternación producida en el momento en que entraba al salón un perro vago que minutos antes se hallara olfateando los alrededores del patio y al que podíamos haber abierto la reja y guiado hacia el interior; y en tercer lugar, el hecho que dos profesoras tuviesen hermanas menores con quienes fuera posible bailar a destajo cuando ya el ponche hubiese infundido ánimos a dos imberbes que no sabían nada de baile, y pasar momentos de auténtica diversión recorriendo en la oscuridad los jardines o escudriñando por las habitaciones de la casa – siempre grande, de buen barrio -, donde nunca dejaba de haber alguna cama sobre la cual tenderse un rato a besar los labios y acariciar los pechos de esas hermanas menores.
Pero en una ocasión se nos engañó. Con el mejor ánimo de reír, de obtener materia prima para la risa de varias semanas a costa de los burguesitos de traje azul cruzado, llegamos a la casa de la fiesta sólo para descubrir que no había tal. Ni bulla, ni ventanas abiertas, ni luces. No había ninguna fiesta y sólo se hallaban allí Miss Raquel (la anfitriona) y Miss Lucy, esperándonos con música y licor.
Es decir, era una fiesta para cuatro.
Aunque a Felipe no le causara la menor conmoción, Miss Lucy era bonita y atrayente, risueña, alegre y deseable, en tanto que Miss Raquel era todo lo contrario: gorda, sin gracia en el hablar ni en el moverse, carente de todo aliño y, por contraste, de una torcida sensualidad, de una avidez rayana en lo anormal.
Yo fui simplemente la ocasión. Impaciente y aburrido, hube de someterme al estúpido juego de la gorda – que tenía la increíble desfachatez de fingir inocencia y de pretender que era yo el interesado en ella -, para no desertar a Felipe, que precisamente aquella tarde se convirtió en amante de Miss Lucy. Situación mucho más envidiable. Cómo besarían sus labios y morderían sus dientes; cómo anudarían ágiles sus piernas que siempre veo tostándose y acariciarían esos dedos casi neuróticos de largas uñas naranja. La otra no. No le había sido otorgada la gracia divina. Sin embargo, era caliente como ella sola. Y mentirosa – o tal vez me creyó tonto -, porque cuando después de bailar acaramelados blues y beber varias porciones de whisky que su papá no tenía la precaución de guardar bajo llave cuando partía de week-end a la costa, quedamos ambas parejas separadas, cada una en un dormitorio, se atrevió a decir:
- Yo nunca hago esto, pero... Tú me gustas tanto...
En circunstancias que no habíamos hecho todavía nada.
Cuando yo, más borracho que sobrio, empecé a desabotonarle la blusa y luego la falda, dijo:
- No sigas... Mejor que no. Me atraes terriblemente, pero no sé qué me está pasando. Vamos a terminar haciendo algo que no debemos. Será mejor que te vayas...
Y al responder yo levantándome y caminando hipócritamente hacia la puerta – no me iba, no pensaba irme -, ella corrió a taparme el paso, gritando:
- ¡No, no te vayas! ¡No te vayas ahora!
Y al dejarme llevar en una especie de sofocante abrazo hacia la cama, me di cuenta de que Miss Raquel ya estaba sólo en calzones.
Mientras tanto, Felipe y Miss Lucy... Sí, era una situación envidiable.
Pero Felipe no la aprovechó. No duró mucho el juego y sobrevino el hastío. Sólo bastante después supe por qué: él no era la excepción. Estaba, como todos, enamorado de Lilian.
Lilian, por su parte, le tenía estimación y le admiraba muchas cualidades que para el común de nosotros podían pasar por completo inadvertidas. Me hablaba siempre de su voluntad potente, de que por qué yo no era también así, de lo lejos que Felipe iba a llegar.
No se equivocó.
Pero a pesar de esa gran estimación, llegó un momento en que ella no lo toleraba su él estaba conmigo. Podía verlo, ser amiga y apreciarlo solo, pero bastaba que estuviésemos juntos para que Lilian le mostrara un inexplicable fastidio, semejante al que puede adquirir la mujer casada por el amigo soltero de su marido.
Lilian odiaba el hecho de que los sábados en la noche yo saliera con él, sin decirle nunca adónde. Porque nunca le hablé de esas fiestas. Y odiaba también la intimidad de mi relación con Felipe. Y odiaba – sólo los sábados -, a Felipe, mi pervertidor, el que me arrastraba a cometer malas empresas que ella – sin saberlo jamás, aunque a veces pudo haber estado en lo cierto – relacionaba con prostitutas y burdeles.
Una vez en que los tres habíamos pasado la tarde en casa de Lilian, don Pedro, al acercarse la hora de comida, nos dijo, pasando frente a la salita donde nos hallábamos, con su invariable fumoir de seda:
- Quédense a comer...
Así, al pasar.
Capté la felicidad que cruzó en aquel instante el corazón de Lilian y me la expliqué como una lógica reacción ante el hecho que por primera vez se la tomara en serio, al invitarme a comer, ya que antes sólo había merecido reprimendas por mi causa, como aquella ocasión en que, llorando, me dijo que don Pedro le había gritado por llegar después de las diez un 18 de septiembre, en lugar de haber ido al Parque con la familia, agregándole que yo era un ocioso estúpido y que no quería saber más de mí. Me lo dijo llorando, y esa misma tarde, con dieciséis años encima, consideré que era mi deber amarrarme los pantalones y, después de ponerme el traje azul marino y un sombrero que en otra ocasión me acarreó disgustos, partí hacia su casa dispuesto a poner los puntos sobre las íes y oficializar mi situación con Lilian, y al llegar, fumando de nervios, encontré que había salido don Pedro y pedí hablar con la señora Laura, a quien ofrecí un cigarrillo de marca ordinaria en una cigarrera también ordinaria que había cambiado por una corbata y que no se abrió fácilmente debido a un resorte vencido, para luego, de seguro con más valor del que hubiese logrado reunir frente a don Pedro, decirle:
- Quisiera hablar con usted sobre Lilian. – Y explicarle mi posición y pedirle, hasta con algo de autoridad, que no limitaran su permiso conmigo, porque después de todo, pensaba casarme con ella.
A los dieciséis años.
Y como aquella vez no fui seriamente escuchado, ahora Lilian no pudo evitar un estremecimiento de emoción cuando don Pedro, al pasar en su fumoir de seda, nos dijo a Felipe y a mí: “Quédense a comer”, como abriéndonos una puerta que hasta entonces había tenido la cerradura corrida.
Y en ese momento Felipe apagó su cigarrillo, se puso de pie y me dijo:
- Ya es hora de que nos vamos.
Porque era sábado y nos tocaba el turno de hacer barrabasadas.
Vi la sombra en el rostro de Lilian y pude entonces haber dicho: “Quedémonos”, pero no lo hice. Y pude leer también la súplica en sus ojos: “Quédate, quédate”, porque era la primera vez que se la tomaba en serio.
Salimos hacia la noche sin tener nada especial que hacer, pero sabiendo lo que haríamos: lo de siempre, lo que tantos y tantos sábados hicimos.
Desde aquella vez la incompatibilidad entre los tres se intensificó. Sin embargo, cualquiera combinación de dos – ella y yo, ella y él, él y yo – calzaba como guante y mano.
Felipe era un tipo de fuerte voluntad y maneras desafiantes, es decir, muy dado a hacer apuestas y más dado aún a ganarlas.
Pero cierta noche perdió una.
A esa noche me refería yo al mencionar de paso la ocasión en que había nacido nuestra amistad.
Caminábamos los tres – el tercero, se recordará, era Pereira – a pocas cuadras de mi casa, cuando al pasar frente a una fiambrería, Jorge dijo:
- Voy a entrar a robarme un salame.
Era frecuente oírle semejantes amenazas, si asó pudiera llamárseles, pero ellas estaban siempre teñidas de jactancia e incumplimiento. Tal vez fue conociendo este último aspecto que Felipe se apresuró a replicar:
- Te apuesto a que no te atreves.
Pero Felipe no contó con el orgullo de Pereira y es muy posible que, de no resentirlo, ese salame jamás hubiese sido robado.
Permanecimos en la puerta, mirando hacia adentro con la casi absoluta certeza de que Jorge saldría con las manos tan vacías como las llevaba al entrar. Y cuando vimos que le envolvían un largo y macizo salame y se lo entregaban, pensamos que su intención era la de pagarlo.
Por eso cuando salió corriendo nos tomó tan de sorpresa, que no atinamos más que a correr junto a él a todo lo que nos daban las piernas, por una calle perpendicular.
Nunca he sido buen corredor. Rápido, sí; pero de poca resistencia (mi fuerte de la caminata lenta: tal vez porque comencé a fumar muy temprano), y si a ello se une el hecho que al sombrero de fieltro verdoso que llevaba puesto le tenía especial apego, por razones que no es del caso detallar, se comprenderá fácilmente por qué la suerte me deparó una fenomenal paliza aquella noche, paliza de la que guardo aún cierta huella: una leve cicatriz en la frente, cerca de la sien, y me deparó también, la suerte, un disgusto inolvidable en lugar del cual hubiera aceptado gustoso ser conducido a la comisaría acusado de hurto, o de complicidad al menos, ya que no se hallaba en mis manos el cuerpo del delito, y aceptado también dos o tres golpes más como el que ya me habían propinado.
Cuando Juan de Dios, un rapazuelo del barrio a quien solía regalar de vez en cuando chicles masticados, que vivía en esa cuadra, justo frente al lugar donde se me voló el sombrero, vio que un hombre – sería exagerado decir que se trataba de un toro, pero el tipo bien me llevaba unos quince kilos de ventaja – se lanzaba encima de mí y, sin darme mayores oportunidades de defensa, ya que tras los primeros cambios de golpes logró torcerme hacia atrás el brazo derecho, vale decir, vencerme, cuando lo vio Juan de Dios, digo, alarmado por lo que me pudiera ocurrir, voló hasta mi casa, llamando a gritos a mi madre para darle la noticia.
Mi madre, corriendo también, llegó hasta esa esquina en los momentos en que el hombre de la fiambrería, sujetándome siempre con el brazo torcido hacia la espalda y apretando al más leve movimiento mío que le inspirara desconfianza, esperaba un taxi para conducirme a la comisaría del barrio.
Hubiera pasado, sin quejarme, una semana entera preso con tal de haber evitado a mi madre el injustificado dolor que aquel hecho le causó. Porque las madres son así: sólo podía deducir que su hijo era un bandido, que andaba en malos pasos, con gente mala y al borde de la corrupción total. Y si digo “dolor”, me refiero a que las esperanzas que tenía cifradas en mí eran altas.
Por eso, cuando llegamos a la casa, después que ella hubo pagado al hombre el valor del salame, haciéndolo desistir de su propósito, me aplicó en interrogatorio de estilo policial al que se le agregaron quejas y llantos a medida que fueron emergiendo los hechos, sin saber, ninguno de los dos, que en el patio, tras la ventana junto a la que hablábamos, entre los cardenales, se hallaban ocultos Jorge y Felipe, escuchando, asustados y con cínica paciencia, los denuestos y las imprecaciones que mi madre lanzó en su contra.
Felipe había perdido una apuesta. Jorge se había robado un salame de medio metro. Y yo había recibido una paliza y un disgusto, es decir, todo el castigo.
Y no fue aquélla la única vez en que haya pagado las consecuencias por faltas de las que nunca fui culpable.
El hecho es que a partir de esa noche, y en lugar de ocurrir lo contrario, se inició mi amistad con Felipe, la verdadera amistad, quiero decir, y también la de Felipe con Pereira, dos seres dados a las apuestas que jamás volvieron a apostar entre ellos – porque Felipe sólo apostaba a ganar – hasta la tarde en que Jorge Pereira, en pantalón y camisa, chorreando transpiración, con la mirada lejos y los ojos desorbitados, entró en el dormitorio de los internos, donde Felipe, echado sobre su cama, leía a Séneca, y le dijo:
- Sal de aquí, que les voy a prender fuego a las cortinas.
Entonces Felipe, en lugar de salir, respondió sin levantarse:
- Te apuesto a que no eres capaz.
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Era una época de altas aspiraciones.
Todos pensábamos llegar muy lejos en la vida. Hoy quisiera saber qué fue de cada uno de nosotros. Y sólo he tenido noticias de Felipe.
Quizás era el único que llevaba el éxito incrustado en las líneas de la mano, el único triunfador en cuanta acción emprendiera, el único verdaderamente audaz, dispuesto a salvar a cualquier costa los obstáculos que lo atajaran, sin trepidar, sin vacilaciones, sin oídos al sentimiento ni al dolor, con la voluntad y el corazón clavados fijamente en una meta semejante a una obsesión, en una sola meta.
Estaba en sexto, un curso más adelante, pero lo incluyo al decir “nosotros” debido a la fuerte amistad que me unía a él y que acaso el tiempo, a pesar de todo, no haya logrado desvanecer completamente.
Nadie lo hubiera creído hijo de alemán. Era moreno y taciturno, de tupidas cejas que se fusionaban en el nacer de la nariz, de inteligencia reconcentrada. En apariencia hablaba poco y podía calificársele de lo que llaman “introvertido”. Poco también se mezclaba con la gente – fue casi por accidente, pensándolo bien, que nació nuestra amistad, una noche que caminábamos en las cercanías del colegio con Jorge Pereira – y no ganaba simpatías rápidas, amén de poseer una de las más notables cualidades, de las magníficas, las capaces de perfeccionar a un ser humano: sabía reír.
Sabía reír y, aunque digo que no ganaba simpatías rápidas – la risa no lo es todo -, puedo igualmente, sin temor de disminuir la verdad, afirmar de manera rotunda y definitiva que sobre ciertas personas ejercía la misma atracción que ejerce el imán sobre los metales.
Era el caso de Miss Lucy, profesora de las preparatorias que enfilaba rumbo a los treinta y que, acaso para su propia consternación, se sorprendió un día perdida, loca o ridículamente enamorada de un muchacho de diecisiete, amigo de pocas palabras, al que una vez, durante el almuerzo – habiendo buscado y encontrado la manera de sentarse todos los días junto a él -, le dejó caer un trozo de carne sobre el pantalón para luego, al conducirlo hasta el baño a fin de limpiarle la mancha frotándola con un pañuelo humedecido, poder besarle los labios y declararle abiertamente su pasión.
Miss Lucy era rubia y tenía buen cuerpo, bonitas piernas. Todos nos concentrábamos en ellas los martes en la tarde, cuando en un ajustado short blanco guiaba la gimnasia de los alumnos más chicos, mientras Jack, desde la galería, tocaba melodías al piano para acompañar los ejercicios. Al comenzar los calores, recuerdo que se la podía ver durante los recreos, sentada o semitendida sobre unas gradas del patio, con la falda recogida hasta más arriba de las rodillas, tostándose al sol ligeramente picante de septiembre.
Debido a este amor absurdo se nos abrió a Felipe y a mí un mundo de personas mayores que en un principio nos fascinó, pero en el cual nunca en verdad logramos ajustar. Las diversiones burguesas no parecían estar hechas para nosotros. Teníamos más que nada – y quizás también él siga teniendo – vocación de vagos. Pero si una puerta se nos había abierto hacia experiencias que desconocíamos, íbamos a pasarla, a conocer, a meter las narices en todo aquello que se nos quisiese mostrar.
El asunto fue así. De pronto empezamos a ser invitados a las fiestas que hacían las profesoras de preparatorias, señoritas educadas en buenos colegios y que, gracias a su perfecto dominio del inglés, idioma base del Jackson College, pasaban allí su tiempo ganando algunos pesos, tiempo que sólo les duraba hasta que conseguían el marido adecuado, el cual, si era verdaderamente adecuado, las hacía dejar el trabajo... En realidad el invitado era Felipe, pero debido a que la primera vez fuimos juntos – me llevó casi a la fuerza -, se me consideró en adelante como nombre fijo para toda reunión.
De más está decir que éramos siempre los benjamines, pollos en corral ajeno, y que de no haber encontrado varios factores favorables para que la diversión no fuera tan estúpida, jamás hubiéramos llegado más allá de la primera fiesta.
Los factores favorables eran, en primer lugar, el hecho de que, sin inhibición alguna, éramos capaces de instalarnos a comer y a beber hasta agotar las provisiones o quedar hastiados; en segundo lugar, el que pudiéramos reír y reír como poseídos hasta quedar roncos, sin garganta, afónicos, por las causas más diversas y, a veces, más injustificadas, causas que iban desde la manera ceremoniosa y ridícula con que algunos sujetos se conducían, hasta la consternación producida en el momento en que entraba al salón un perro vago que minutos antes se hallara olfateando los alrededores del patio y al que podíamos haber abierto la reja y guiado hacia el interior; y en tercer lugar, el hecho que dos profesoras tuviesen hermanas menores con quienes fuera posible bailar a destajo cuando ya el ponche hubiese infundido ánimos a dos imberbes que no sabían nada de baile, y pasar momentos de auténtica diversión recorriendo en la oscuridad los jardines o escudriñando por las habitaciones de la casa – siempre grande, de buen barrio -, donde nunca dejaba de haber alguna cama sobre la cual tenderse un rato a besar los labios y acariciar los pechos de esas hermanas menores.
Pero en una ocasión se nos engañó. Con el mejor ánimo de reír, de obtener materia prima para la risa de varias semanas a costa de los burguesitos de traje azul cruzado, llegamos a la casa de la fiesta sólo para descubrir que no había tal. Ni bulla, ni ventanas abiertas, ni luces. No había ninguna fiesta y sólo se hallaban allí Miss Raquel (la anfitriona) y Miss Lucy, esperándonos con música y licor.
Es decir, era una fiesta para cuatro.
Aunque a Felipe no le causara la menor conmoción, Miss Lucy era bonita y atrayente, risueña, alegre y deseable, en tanto que Miss Raquel era todo lo contrario: gorda, sin gracia en el hablar ni en el moverse, carente de todo aliño y, por contraste, de una torcida sensualidad, de una avidez rayana en lo anormal.
Yo fui simplemente la ocasión. Impaciente y aburrido, hube de someterme al estúpido juego de la gorda – que tenía la increíble desfachatez de fingir inocencia y de pretender que era yo el interesado en ella -, para no desertar a Felipe, que precisamente aquella tarde se convirtió en amante de Miss Lucy. Situación mucho más envidiable. Cómo besarían sus labios y morderían sus dientes; cómo anudarían ágiles sus piernas que siempre veo tostándose y acariciarían esos dedos casi neuróticos de largas uñas naranja. La otra no. No le había sido otorgada la gracia divina. Sin embargo, era caliente como ella sola. Y mentirosa – o tal vez me creyó tonto -, porque cuando después de bailar acaramelados blues y beber varias porciones de whisky que su papá no tenía la precaución de guardar bajo llave cuando partía de week-end a la costa, quedamos ambas parejas separadas, cada una en un dormitorio, se atrevió a decir:
- Yo nunca hago esto, pero... Tú me gustas tanto...
En circunstancias que no habíamos hecho todavía nada.
Cuando yo, más borracho que sobrio, empecé a desabotonarle la blusa y luego la falda, dijo:
- No sigas... Mejor que no. Me atraes terriblemente, pero no sé qué me está pasando. Vamos a terminar haciendo algo que no debemos. Será mejor que te vayas...
Y al responder yo levantándome y caminando hipócritamente hacia la puerta – no me iba, no pensaba irme -, ella corrió a taparme el paso, gritando:
- ¡No, no te vayas! ¡No te vayas ahora!
Y al dejarme llevar en una especie de sofocante abrazo hacia la cama, me di cuenta de que Miss Raquel ya estaba sólo en calzones.
Mientras tanto, Felipe y Miss Lucy... Sí, era una situación envidiable.
Pero Felipe no la aprovechó. No duró mucho el juego y sobrevino el hastío. Sólo bastante después supe por qué: él no era la excepción. Estaba, como todos, enamorado de Lilian.
Lilian, por su parte, le tenía estimación y le admiraba muchas cualidades que para el común de nosotros podían pasar por completo inadvertidas. Me hablaba siempre de su voluntad potente, de que por qué yo no era también así, de lo lejos que Felipe iba a llegar.
No se equivocó.
Pero a pesar de esa gran estimación, llegó un momento en que ella no lo toleraba su él estaba conmigo. Podía verlo, ser amiga y apreciarlo solo, pero bastaba que estuviésemos juntos para que Lilian le mostrara un inexplicable fastidio, semejante al que puede adquirir la mujer casada por el amigo soltero de su marido.
Lilian odiaba el hecho de que los sábados en la noche yo saliera con él, sin decirle nunca adónde. Porque nunca le hablé de esas fiestas. Y odiaba también la intimidad de mi relación con Felipe. Y odiaba – sólo los sábados -, a Felipe, mi pervertidor, el que me arrastraba a cometer malas empresas que ella – sin saberlo jamás, aunque a veces pudo haber estado en lo cierto – relacionaba con prostitutas y burdeles.
Una vez en que los tres habíamos pasado la tarde en casa de Lilian, don Pedro, al acercarse la hora de comida, nos dijo, pasando frente a la salita donde nos hallábamos, con su invariable fumoir de seda:
- Quédense a comer...
Así, al pasar.
Capté la felicidad que cruzó en aquel instante el corazón de Lilian y me la expliqué como una lógica reacción ante el hecho que por primera vez se la tomara en serio, al invitarme a comer, ya que antes sólo había merecido reprimendas por mi causa, como aquella ocasión en que, llorando, me dijo que don Pedro le había gritado por llegar después de las diez un 18 de septiembre, en lugar de haber ido al Parque con la familia, agregándole que yo era un ocioso estúpido y que no quería saber más de mí. Me lo dijo llorando, y esa misma tarde, con dieciséis años encima, consideré que era mi deber amarrarme los pantalones y, después de ponerme el traje azul marino y un sombrero que en otra ocasión me acarreó disgustos, partí hacia su casa dispuesto a poner los puntos sobre las íes y oficializar mi situación con Lilian, y al llegar, fumando de nervios, encontré que había salido don Pedro y pedí hablar con la señora Laura, a quien ofrecí un cigarrillo de marca ordinaria en una cigarrera también ordinaria que había cambiado por una corbata y que no se abrió fácilmente debido a un resorte vencido, para luego, de seguro con más valor del que hubiese logrado reunir frente a don Pedro, decirle:
- Quisiera hablar con usted sobre Lilian. – Y explicarle mi posición y pedirle, hasta con algo de autoridad, que no limitaran su permiso conmigo, porque después de todo, pensaba casarme con ella.
A los dieciséis años.
Y como aquella vez no fui seriamente escuchado, ahora Lilian no pudo evitar un estremecimiento de emoción cuando don Pedro, al pasar en su fumoir de seda, nos dijo a Felipe y a mí: “Quédense a comer”, como abriéndonos una puerta que hasta entonces había tenido la cerradura corrida.
Y en ese momento Felipe apagó su cigarrillo, se puso de pie y me dijo:
- Ya es hora de que nos vamos.
Porque era sábado y nos tocaba el turno de hacer barrabasadas.
Vi la sombra en el rostro de Lilian y pude entonces haber dicho: “Quedémonos”, pero no lo hice. Y pude leer también la súplica en sus ojos: “Quédate, quédate”, porque era la primera vez que se la tomaba en serio.
Salimos hacia la noche sin tener nada especial que hacer, pero sabiendo lo que haríamos: lo de siempre, lo que tantos y tantos sábados hicimos.
Desde aquella vez la incompatibilidad entre los tres se intensificó. Sin embargo, cualquiera combinación de dos – ella y yo, ella y él, él y yo – calzaba como guante y mano.
Felipe era un tipo de fuerte voluntad y maneras desafiantes, es decir, muy dado a hacer apuestas y más dado aún a ganarlas.
Pero cierta noche perdió una.
A esa noche me refería yo al mencionar de paso la ocasión en que había nacido nuestra amistad.
Caminábamos los tres – el tercero, se recordará, era Pereira – a pocas cuadras de mi casa, cuando al pasar frente a una fiambrería, Jorge dijo:
- Voy a entrar a robarme un salame.
Era frecuente oírle semejantes amenazas, si asó pudiera llamárseles, pero ellas estaban siempre teñidas de jactancia e incumplimiento. Tal vez fue conociendo este último aspecto que Felipe se apresuró a replicar:
- Te apuesto a que no te atreves.
Pero Felipe no contó con el orgullo de Pereira y es muy posible que, de no resentirlo, ese salame jamás hubiese sido robado.
Permanecimos en la puerta, mirando hacia adentro con la casi absoluta certeza de que Jorge saldría con las manos tan vacías como las llevaba al entrar. Y cuando vimos que le envolvían un largo y macizo salame y se lo entregaban, pensamos que su intención era la de pagarlo.
Por eso cuando salió corriendo nos tomó tan de sorpresa, que no atinamos más que a correr junto a él a todo lo que nos daban las piernas, por una calle perpendicular.
Nunca he sido buen corredor. Rápido, sí; pero de poca resistencia (mi fuerte de la caminata lenta: tal vez porque comencé a fumar muy temprano), y si a ello se une el hecho que al sombrero de fieltro verdoso que llevaba puesto le tenía especial apego, por razones que no es del caso detallar, se comprenderá fácilmente por qué la suerte me deparó una fenomenal paliza aquella noche, paliza de la que guardo aún cierta huella: una leve cicatriz en la frente, cerca de la sien, y me deparó también, la suerte, un disgusto inolvidable en lugar del cual hubiera aceptado gustoso ser conducido a la comisaría acusado de hurto, o de complicidad al menos, ya que no se hallaba en mis manos el cuerpo del delito, y aceptado también dos o tres golpes más como el que ya me habían propinado.
Cuando Juan de Dios, un rapazuelo del barrio a quien solía regalar de vez en cuando chicles masticados, que vivía en esa cuadra, justo frente al lugar donde se me voló el sombrero, vio que un hombre – sería exagerado decir que se trataba de un toro, pero el tipo bien me llevaba unos quince kilos de ventaja – se lanzaba encima de mí y, sin darme mayores oportunidades de defensa, ya que tras los primeros cambios de golpes logró torcerme hacia atrás el brazo derecho, vale decir, vencerme, cuando lo vio Juan de Dios, digo, alarmado por lo que me pudiera ocurrir, voló hasta mi casa, llamando a gritos a mi madre para darle la noticia.
Mi madre, corriendo también, llegó hasta esa esquina en los momentos en que el hombre de la fiambrería, sujetándome siempre con el brazo torcido hacia la espalda y apretando al más leve movimiento mío que le inspirara desconfianza, esperaba un taxi para conducirme a la comisaría del barrio.
Hubiera pasado, sin quejarme, una semana entera preso con tal de haber evitado a mi madre el injustificado dolor que aquel hecho le causó. Porque las madres son así: sólo podía deducir que su hijo era un bandido, que andaba en malos pasos, con gente mala y al borde de la corrupción total. Y si digo “dolor”, me refiero a que las esperanzas que tenía cifradas en mí eran altas.
Por eso, cuando llegamos a la casa, después que ella hubo pagado al hombre el valor del salame, haciéndolo desistir de su propósito, me aplicó en interrogatorio de estilo policial al que se le agregaron quejas y llantos a medida que fueron emergiendo los hechos, sin saber, ninguno de los dos, que en el patio, tras la ventana junto a la que hablábamos, entre los cardenales, se hallaban ocultos Jorge y Felipe, escuchando, asustados y con cínica paciencia, los denuestos y las imprecaciones que mi madre lanzó en su contra.
Felipe había perdido una apuesta. Jorge se había robado un salame de medio metro. Y yo había recibido una paliza y un disgusto, es decir, todo el castigo.
Y no fue aquélla la única vez en que haya pagado las consecuencias por faltas de las que nunca fui culpable.
El hecho es que a partir de esa noche, y en lugar de ocurrir lo contrario, se inició mi amistad con Felipe, la verdadera amistad, quiero decir, y también la de Felipe con Pereira, dos seres dados a las apuestas que jamás volvieron a apostar entre ellos – porque Felipe sólo apostaba a ganar – hasta la tarde en que Jorge Pereira, en pantalón y camisa, chorreando transpiración, con la mirada lejos y los ojos desorbitados, entró en el dormitorio de los internos, donde Felipe, echado sobre su cama, leía a Séneca, y le dijo:
- Sal de aquí, que les voy a prender fuego a las cortinas.
Entonces Felipe, en lugar de salir, respondió sin levantarse:
- Te apuesto a que no eres capaz.
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El viernes, agosto 19, 2005 5:47:00 p. m.,
Parche escribió...
UUfff, me habia perdido, pero retome con creces la lectura.
Al terminar de leer el III, no entendia mucho pa' donde iba la micro, pero acabo de terminar el IV y todo calza.
Bien bueno, me gusto harto. Gracias por darte el trabajo de traspasarlo.
Veremos que sucede con lilian y los demas.
Sonrisas Parchesianas!!!
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